jueves, diciembre 31, 2009

...

La crítica es tan sutil que no podrá saberse a ciencia cierta lo que realmente se dibuja a lontananza. Ese sabor dulce-amargo que dejan algunas épocas discrepantes y ambivalentes pero que terminan acertadamente por cerrar ciclos muy a pesar de las incongruencias. Tal vez me he vuelto más cínico, o quizá he optado por la segunda opción y las cosas ahora me parecen más amables. La sinopsis no es siempre tan reductora, aunque se omitan detalles, ni tampoco es un insulto a la verdad. Puedo aprender nuevamente a escuchar la simplicidad sin menguar la complejidad que está en la mente. Mejor aún es nuevo y afable aprender de nuevo de esos instantes en que no se puede dejar a un lado la charla sencilla. Ha dejado algo en mí, lo sé. Y hay un desprendimiento que seguramente deja más de lo que pudiera pedir. Pues, entonces, dejemos que lo liviano se vuelva trascendente y que las palabras hagan el resto. Facilidad... esa es la palabra que buscaba.

jueves, diciembre 17, 2009

Recovecos

Hace poco que esto se convirtió en una hoguera de las vanidades. Tan sutil es el silencio y por varios días eso ha sido la incongruente constante. Sin sospechas, solo así, casi desnudo, se promulgan nuevas inquietudes y cuestionamientos que dispersan un poco la nebulosa neuronal pero no así las sensaciones inverosímiles que delatan la bipolaridad de los días. ¿Cuándo pasarán los días sin sobresaltos? Hay tanto aún que decir en el bifurcado camino de culpas y placer. Tanto que el tiempo no aguanta la cordialidad recíproca del silencioso y pretencioso autor. Y ya hace varios días que no se escribe una historia, tal cuál como se acostumbraba, dando pie a recovéquicas interpretaciones que se asoman intrínsecas, pero que a su vez sólo dejan interrogantes más confusas. Los sentimientos son irreparables desperfectos de la insatisfacción del ser y, así, sin otra cosa que decir al respecto, se recurre entonces a la alevosa conmiseración. Lo más abrupto es que no existe cómplice tal de ello y sólo se retroconmisera uno en un círculo imperfecto sin los ápices precisos en dónde detenerse. Quizá ha sido bastante malo lo que se ha dicho, lo que se ha actuado, al grado de una inconsciencia ilógica y perversa en la que el único papel que se juega es el de saberse aún tan humano, tan real, tan erróneo.

En fin, que hoy la historia se pospone -una vez más- para instantes menos hostiles, de modo tal que no esté la amenaza de la inversa imagen reflejada en la hoja en blanco. Algunos restos de la impersonalización disimulada de un imperfecto -y pésimo- escritor, se asomarán nuevamente entre los caracteres de un desaliñado post.

lunes, noviembre 30, 2009

Sin respuesta

... y para qué hablar de tristeza entonces, si solo sabíamos hacernos daño. Era expectante sentir el filo de las palabras que enervaban los huesos y dejaban exhausto a cualquiera de los dos, a ambos y a ninguno. Hablar de perdón era instintivo, pero no tan honesto como se pretendía entendiera el otro. Era tan simple decir las palabras amables y nosotros nos encargábamos de barnizarlas de acidez. Y, sin embargo, ahí estábamos sentados aniquilando todas las formas posibles de cortesía y diplomacia. Sí, así eran entonces las cosas. Un día de aquellos en que la vida se escapaba menguando en cada respiración, cada suspiro, cada gota fría de sudor en la frente, decidiste irte lejos para nunca volver, a un lugar a donde no te podría alcanzar -no por ahora-, donde las horas se mimetizaban con lo inerte del frío del hormigón y las flores que marchitan hasta el ánimo. Tal vez lo lograste y ahora solo puedo hablar de tristeza sin tu respuesta...

sábado, noviembre 21, 2009

Hay días en que ni siquiera escribir funciona. Días fúnebres sin que las letras puedan tomar un cause distinto...

martes, noviembre 17, 2009

Paréntesis

(Hoy sólo quiero escribir un paréntesis entre estas líneas para decir que la tristeza ha alcanzado estos lares; silencioso, inocuo, ambivalente, incisivo, desafiante, estridente, dislocante, apremiante, permisible, descontextualizante, abrumante... Así llega, a abrazarme sin aviso... Tristeza, llana tristeza... y aquí las horas dejan sus estragos...)

martes, noviembre 10, 2009

Palabras de martes

En definitiva el frío de estos días me ha encuartelado un poco, a pesar de que bien podría escribirse una historia. Pero no; hoy solo tengo algunas ideas dispersas que no llegan al papel como acostumbran ordenarse sintéticamente. Hoy prefiero ver que el cursor incesantemente parpadeante se mantenga entretenido en mi pantalla. Es mejor, por hoy, dejar libres las letras y no someterlas al castigo del cuento y prescindir del orden narrativo que les daría ese y solamente ese fin. Tal vez sean solo fallidas sinapsis desmembrándose en la telaraña neuronal o quizá he llegado al punto de hartazgo que puede dejar el absurdo abuso y pretensión de dar continuidad a lo que en un cuadernito se escribió hace algunos años, pero hoy mis manos se presumen autónomas y no dejan mucho espacio para el razonamiento estructurado. Simplemente se conducen sobre el teclado como si quisieran que todo lo que había en la hoja (¿pantalla?) se descubra, cual velo invisible para descifrar lo que ya estaba escrito, siendo artífices de tal complicidad, revelando que a su paso ininteligible se muestren letras formando palabras y éstas a su vez construyendo las frases del párrafo. Hace tanto que no se escribía sobre esto y de esta forma que hasta los dedos se habían desacostumbrado. Quizá no es tanto el frío, sino la falta del uso libre de la plena divagación y que, sin embargo, no lleva a mucho -al menos al lector- convirtiéndose entonces en intrínseca terapia del egoísta escritor.

Se siente bien. A pesar de las culpas, se siente bien. Casi como si el tiempo no hubiera pasado y los años se revivieran en un ciclo perverso y perpetuo. Casi como si el momento de reflexión se hubiera prolongado después del bypass de los meses -quizás años, ya no sé-, que dan un supuesto respiro, pero que ahora solo recurren a las imágenes abstractas de una infiel memoria. Basta entonces que me proponga disfrazar algunas letras para que no se asome toda la verdad. Quizá en algunos años el ejercicio terapéutico ya no funcione igual -palabras más, palabras menos, pareciera que se cumple esa suposición- y entonces solo quedarán reflejos vacíos en el espejo blanco. Seguramente esto resulta inesperado e insultante, incluso perverso, debido a que quien pudiera interpretar las palabras será quien conozca un poco más de mí, más allá de las letras de un blog, pero tampoco importa mucho, ya que, por ahora, conozco las situaciones indefectibles y sé de su proximidad.

Algunas palabras para la noche de un día de marte, que seguramente no dejarán ninguna huella perpetua ni marca en el cuello. Simplemente dejarán al escritor con menos jaqueca...

jueves, noviembre 05, 2009

Apología

El cuarto de un sucio motel era el lugar más extraño al que pudiera haber ido esa noche. Las paredes con manchas de humedad se teñían de un color verdoso que parecían pintadas con aceitunas machacadas. Los vecinos de cuarto no disimulaban su hambre de piel y emitían alaridos que se confundían entre el placer y el dolor. Al fin, mi cuerpo se deshebraba fibra a fibra sobre la cama amohinada y llena de imperfecciones, pero el cansancio del mismo era tanto que no importaban tales contrariedades. El sueño no apareció. Los gritos de la mujer que con voraz concupiscencia gemía al otro lado del muro dispersaban mis ideas llevando mi mente a divagaciones poco oníricas. El whisky malo que me había regalado Amanda no provocaba el efecto adormecedor que prometía una bebida de tan mala calidad, y creo que tampoco cumplía el propósito de matarme. De madrugada, con el frío del desierto, decidí salir del cuarto para distraer mis ansias y dar tiempo a que los amantes dejaran sus juegos sexuales. El viento gélido del desierto cala tan fuerte que es imposible no encogerse de hombros, y mi reflejo inmediato fue encender un cigarrillo. A kilómetros, hacia donde me dirigía, no se veía ninguna luz; nada que pudiera dar rastros de vida. Solo el suave silbido del aire cruzando incesantemente, desgarrándome las mejillas y revolviendo la arena a su paso. Es extraña esa sensación: la de sentirse absurdamente solo y, al mismo tiempo. rodeado por la inmensidad de la arena. Luego de dos cigarros y de sentir mis manos entumecidas por el frío, la puerta del cuarto contiguo se abrió y de ella salió una pareja joven, de unos 20 años ella y él de 22, que se apresuraban a su auto a toda prisa para evitar ser vistos. La ciudad no estaba lejos, hacia el lado contrario a donde yo me dirigía, pero estaba detrás de una loma a unos 20 kilómetros de distancia que no permitía verla desde el valle.

Al entrar nuevamente a la habitación noté que ésta me pareció extrañamente cálida y acogedora. No reparé en fijarme  en las paredes verdes escurridas ni en la deformidad del colchón y me dirigí otra vez a acostarme sobre él. Mis ojos miraban el techo, que tenía vigas engrasadas, como sostén de la loza, pero en realidad no notaba mucho sus detalles. Más bien recordaba a Amanda y me perturbaba el hecho de que quizá ahora quisiera verme muerto. Muchas veces le pregunté cuál era el motivo de su enojo constante y ella contestaba con un gesto casi indiferente que no quería estar al lado de un fracasado. Por eso preferí alejarme de ella. Un hombre viejo, con todos los años encima y la vida desgastada no podría ofrecerle mucho a tan jovial y seductora mujer. Tomé camino hacia el norte en el viejo auto que me dejó mi padre de herencia y que había visto sus mejores años de gloria hace algunos ayeres, y decidí huir de su lado.

Hace tres meses que viajo sin rumbo y no sé nada de mi vida pasada. Tal vez Amanda ya está casada con otro hombre; alguno que cumpla todos sus caprichos y soporte sus indecisiones. No me importa mucho eso. Aprendí a vivir sin ella desde hace algunos años, pero me disgusta su indiferencia, tanto como para quitarme el sueño. Encuentro en la mesita del cuarto un periódico de hace tres días y concluyo que lo mejor para mi insomnio es leer un poco. Es un periódico sensacionalista de nota roja pero de circulación nacional. No gusto mucho de leer ese tipo de periódicos, pero al no haber otra alternativa empiezo a verlo. Las noticias del ámbito nacional que parecen escritas por alguien con mucho rencor y algunas notas deportivas. Al hojear las páginas centrales, en donde generalmente se encuentra la nota policiaca, leo en el cuerpo del artículo: "Amanda García y el empresario Alfonso Rivera mueren en aparatoso accidente aéreo mientras viajaban rumbo a su luna de miel."

martes, octubre 20, 2009

El escritor

Cuando escribía entre líneas siempre terminaba por decir más de lo que creía. No era siquiera asertivo cuando planeaba ocultar ciertas ideas, pero, bueno, tampoco se consideraba un escritor muy diestro. Los minutos se alargaban de más, especialmente cuando lo escrito no daba pie a mucho más de la banalidad de los días. El veneno de su afilada pluma era tan dulce por esos días. Pareciera que la amargura había dejado por fin de hostigarlo, como cuando el tiempo se suspendía por una ración de ternura en su vida y, sin embargo, le parecía poco productiva su obra. Sentado frente al escritorio era casi imposible descifrar lo que había detrás de su rostro, lleno de arrugas y con bolsas en los ojos. Aparentaba ser un viejo gruñón, pero sus pensamientos más profundos podían emanar incluso un aire desfachatado, impropio para su edad. A él no le importaban ni las arrugas ni los años abandonados en el olvido. Incluso se creía afortunado por olvidar ciertas vicisitudes que le habían provocado en una época dudar del sentido de la vida. Ahora retomaba su historia, escrita en base a la experiencia de aquellas descabelladas historias. Sabía también que la muerte le sentaría bien, en ese momento preciso en que la vida le hablaba con sabiduría. De ello emanaba su ternura, dejando de temer a lo que percibía inevitable. Viejo, sí, pero sintiendo tan intenso el respirar. Sus ojos lentamente se cierran para no abrirse más, mientras el tintero derrama su voraz negrura sobre su última obra...

jueves, octubre 15, 2009

El espejo

Sí. Definitivamente la contemplación era su alienación. La figura de desnuda fémina sobre las sábanas le provocaba la insatisfacción de la nicotina no fumada. Sentado, en la rechinante silla de madera enciende su cigarrillo que entonces desdibujaba los restos del aire viciado de esa habitación con olor a sexo. Hilos humeantes formaban rostros deformes, contrastantes con la desnudez del fondo. Así como ella, él estaba desnudo y su piel le parecía nauseabunda con ese color amarela que la luz tenue le impregnaba, impropia para el momento íntimo de dermotropismo ajeno. La piel de ella era distinta; se difuminaba acertadamente entre la blancura de las sábanas. Casi podía hacerse un bosquejo del delineado cuerpo, respetando cada uno de sus límites y perdiendo la proporcionalidad de sus tres dimensiones. Era un dibujo en plano, hundido entre los océanos de la cama. Era el negativo del trazo pericial de un cadáver retirado del asfalto. Las comisuras de sus labios resaltaban de tal cuadro, aunque estos fueran pálidos y no existiera contraste de color en tal bosquejo. La distancia entre la cama y la silla no era de más de metro y medio: la suficiente para que la bala no errara, pero esta vez no era la intención manchar las sábanas con sangre. Quizá hoy no solamente había fornicado con esa mujer, aunque aún así le seguía pareciendo igualmente desconocida. Desde su lugar privilegiado, mira sus manos y la perfección de los dedos finos y delgados sin anillos. Se imagina tocando esa piel que extrañamente le parece tan suave, pero no sabe cuál es el siguiente paso. Sus manos tiemblan al sentir cierta compasión por ese pequeño cuerpo de cincuenta kilos que muestra tanta pasión como fragilidad. Apaga la colilla de su cigarro en el cenicero y se levanta de la silla. Mira de reojo el espejo y nota la tridimensionalidad del cuerpo en la cama en ese reflejante y plano objeto. Se recuesta a un lado de ella, con su cuerpo aún desnudo... y el alma aún más.

domingo, octubre 04, 2009

El tiempo

Desde hace algunos años dejé de usar reloj y el tiempo ha pasado más rápido. Usar dos dígitos para referirte al número de años en que sucedió algo importante en tu vida me hace prensar que estoy envejeciendo. Los años se fueron incrementando, de un par a cinco, siete y ahora once, doce o trece. Quince años es la mitad de esta vida y una cuarta parte de la esperanza general de la población. ¿Entonces por qué sentirse viejo? Viejo ahora que la inexactitud del tiempo tiene aires hedonistas y, con ello, trae las rápidas consecuencias de perderse de mucho si uno se detiene a pensar en el tiempo. Mejor será dejar que fluya sin prisa y sin detenerse, campechanamente, a mirar como pasa sobre los hombros su incesante recorrido. Al fin y al cabo hoy tengo el ánimo de sentir el viento en mi rostro y la fría lluvia en mi cuerpo, pero, sobre todo, hoy siento la vida ab imo pectore...

martes, septiembre 22, 2009

La facilidad

Entonces, mientras la noche cae, él descubre que de la palma de su mano crece una rama. Así, simplemente, sin avisar, y él sin decir una palabra. La observa y siente el sueño en sus párpados escurriéndole en caida de agua. Contempla la tarde y prescinde de la atención que le trae el escozor de su mano-árbol. Se siente frágil y vulnerable, pero no hay amenaza evidente como para precisar contingencia. Un pequeño arbusto crece en la palma de la mano izquierda alzada al cielo. La brisa del agua remoja su mano y el pequeño arbusto dibuja ya ramas. Él no lo tiene presente. Ha perdido la noción del tiempo y del espacio sin sentirse asincrónico. Sus pensamientos mutan en sensaciones dispersas en el mismo cielo rojo que empapa sus ojos. Las manos rígidas se cubren de corteza y una sensación de nostalgia le provoca un llanto tan profundo como un abismo infinito. De sus ojos sale brea en vez de lágrimas, pero esto no le preocupa más, cuando la última percepción que le queda es la de verse convertido en árbol a la orilla del lago... Sonríe, y su sonrisa queda petrificada en la corteza que le cubre.

domingo, agosto 30, 2009

El hombre que espera

El hombre que espera que el tiempo le perdone y le dé la fortuna de estar en paz, es un hombre desdichado. Sentado, perdido en sus pensamientos más oscuros, sin la charla intensa del interlocutor que fascinado escuche sus palabras apasionadas... Esa desolada escena le ha tocado al fin. El hombre que espera ha tomado esa decisión y sus palabras le traicionan al decir que se sabe consciente de las consecuencias que le atañen ese día. Encuentra inútil el sentarse a observar. No sabe qué observar siendo que su curiosidad atrapa esos instantes que a la mayoría le parecen insignificantes. La respuesta a sus interrogantes ya no puede ubicarla al fondo del vaso de vodka, sentado en la barra del viejo bar. La desilusión le ha comido el sentido, pero tampoco le importa mucho el estado constante de sus improperios. La fragilidad de su espíritu le ha hecho esperar y esperar más de la cuenta. Incluso la postergación es su argumento intocable, pero, lamentablemente para él, el más indefendible. El tiempo no le ha dado la razón y aún así espera. Terquedad al fin y al cabo, igual que sus imprecisiones al hablar, al dejar del lado la congruencia, al deshacerse de sus fantasmas sólo escondiéndolos tras la cortina. Sentado, en la guarnición, o en la barra de un bar, o en el café de las almas solitarias, no ha hecho más que esperar por nada ni por nadie. El hombre que espera se siente abandonado a la suerte de quien no sabe esperar...

sábado, agosto 22, 2009

Del autor

¿Cuál es el pretexto perfecto para escribir? ¿Para qué empeñarse en tal labor? ¿Acaso es una real necesidad o sólo es otra de mis necedades? Creo que por algo se me han negado últimamente las ideas, justo cuando tengo a la mano el tiempo, el café, el teclado, el cigarro y la disposición de hacerlo. Algunas líneas... simplemente algunas. No pasa nada interesante por mi cabeza ni nada tan morboso para contar de lo que me pueda arrepentir. Lástima, hubiera sido una buena historia con tanto tiempo disponible... será para otra ocasión.

viernes, agosto 21, 2009

Minireflexión

La contemplación parece el lugar menos desafiante... pero también el más estático.

sábado, agosto 08, 2009

Nostalgia

¿Cuántas noches se puede estar así y apartarse a un rincón a lamer mis propias heridas? ¿Por qué me abrazas hoy, maldita nostalgia, y me besas y me haces el amor? ¿Por qué esta noche de sábado te atreves a romper mis huesos y a tensar mis neuralgias haciéndome estremecer en un baile de sombras deformes? ¿Por qué hoy te robas todas las letras de mi nombre implosionándolas y explotándolas y dispersándolas en el firmamento, para al final precipitarlas como lluvia? ¿Por qué te bañas de esas letras mudas y sin sentido y las acoges entre tus senos, ese hueco perfecto, esa constante fuente de calor, esa preciosa perdición, tan confortable y tan perturbante? ¿Por qué, nostalgia, has deshecho la esperanza premonitoria para voltear a verte, otra vez? ¿Por qué te empeñas en seguirme hoy? ¿Por qué dibujas mis sueños en escala de grises y desdibujas mi voluntad? ¿Por que te apareces de pronto, sin aviso y a distancia, y te acercas para devorarme? ¿Por qué me atraes a tu sexo, a tu húmeda pureza, al manantial interminable, y me despiertas el deseo de lo perdido, de lo no vivido, de lo impensable y lo imposible? ¿Por qué, maldita nostalgia? ¿Por qué me recoges del suelo para ponerme el pie nuevamente? ¿Por qué me dejas otra vez en el rincón lamiendo mis heridas?

miércoles, agosto 05, 2009

Sin título...

Las últimas palabras que pronunciaron sus labios resuenan reventándome los tímpanos. Nimiedades de tarde lluviosa con la personificación de mi ser más pusilánime. La vida equitativamente me había arrojado al vacío de las palabras huecas que inundaban la habitación. El sonido del silencio es ensordecedor cuando en la mente quedan los rezagos dispersos de su voz diciendo “vete al diablo”. La lluvia que relame los cristales del auto fue la compañía desolada del regreso a casa, junto con las luces escurridas de los autos en el retrovisor. El tráfico insultante, que no parecía desaparecer ni menguar, hacía más abrupto el paso al límite de la cordura y la inteligencia disuelta por los conductores bajo el agua exasperaba a cualquiera. Al fin estaba en casa, luego de tantas mentadas de madre enviadas vía claxon. Me había mandado al diablo y yo viví el infierno de una ciudad intransigente.

Dos días antes, Ana había tenido un arranque de ira que parecía dejar rezagos los días consecuentes, pero esta vez tenía la sensación de que sus palabras habían tomado un sentido correcto. Me había citado hoy para hablar en pequeño café caracterizado más por la ausencia de clientes que por la calidad de su expreso. Sus manos se movían nerviosamente, como si se quisieran aniquilarse entre ellas, deshaciendo la piel con sus roces, con bruscos movimientos imprecisos y no como los del ebanista que lija la madera con paciencia. Los minutos más o menos pasaban lentos, pero la actitud de Ana era desesperada, como queriendo matar cualquier esperanza. Cuando pregunté por qué solo acertó a decir “vete al diablo”, se levantó de la mesa y salió del café en plena lluvia. “Maldita sea” pensé, “no traigo paraguas”. Esta vez no iba a ir tras ella a buscarla. Sus palabras parecían sentencia definitiva y sonaban amenazadoras, pero, sobretodo, se escucharon convincentes. Ahí sentado, permanecí varios minutos pensando en que tal vez la lluvia amainaría o sabe Dios que cosas pensaba. Fumaba un cigarrillo tras otro imaginando que Ana estaría empapada y a punto de otro ataque de ira. El humo bifurcaba mi lengua con su voraz canal humeante atravesando mi traquea, pero no me importaba fumar hasta que los cigarrillos se terminaran. Los dedos índice y medio estaban tan amarillos que no podía dejar de mirarlos con asco y repulsión, pero también con una fascinación hipnótica, casi con tropismo. El tercer expreso lo había terminado hacía varios minutos y la pequeña taza sólo tenía los asientos del café, que no presagiaban inciertos venideros ni emulaban ningún sortilegio. Por fin la lluvia dio tregua y pedí la cuenta para salir de ese desolado lugar.

El automóvil era igual de desolador, pero más pequeño. Lamentaba mucho que Ana tomara las cosas tan personales mientas que a mí me parecía intrascendente la situación. Ella creía que el pasado representaba toda la personalidad de la persona. Bueno, mejor dicho, que representaba mi personalidad. Hacía años que la conocía y ella sabía que yo había cometido muchos errores. Ella sabía con precisión cuántos y cuáles eran. Supo perdonarlos, de eso estoy seguro, pero yo no me perdoné. Ese fue el problema, cuando realmente ella caminaba yo retrocedía. Lamentablemente nunca supe parar y ahora habíamos llegado al límite del amor, cuando las personas no saben detenerse y ceder. Yo no supe detenerme ni quise hacerlo y ahora era muy tarde ya. Sonreía cuando estaba molesto y me burlaba cuando se encolerizaba. No me preocupa ya. Ella habló hoy con seguridad y con la puntualidad en cada palabra que argumentó. Estaba consciente de lo que decía, como yo cuando dije que la amaba.

Sentado en el sofá de la sala del pequeño departamento recorro con la mirada las paredes llenas de palabras que tienen sentido sólo en la historia compartida con Ana, como espíritus impregnados anclados a cada muro. Veo con paciencia. Siento que se difuminan poco a poco, o quizá es efecto de la luz tan tenue de la pequeña lámpara de mesa que uso para leer. No importa, como tampoco importan sus últimas palabras, ni las horas en el tráfico, ni mi lengua bifurcada, ni la incomprensión de las discusiones, ni los minutos esperando a que deje de llover, ni los ataques de ira o los asuntos no perdonados, ni las paredes de la sala que escribían una historia. Creo que nada de eso importa ya. La vista se me nubla nuevamente, pero la luz que alumbra la habitación no es la pequeña de la lámpara de mesa sino el foco del techo. Tal vez estoy cansado... o tal vez es el frasco entero de pastillas que tomé.

sábado, junio 13, 2009

Desolación

Hay mucha terquedad cuando se precisan los hechos. Inciertos pero distintos a los que quieren disiparse en la mente. Cuando pasa desapercibido el habitual seguir de las horas perece el ánimo de cercanía. Siquiera fuera cercanía con uno mismo, pero no se permite tal asunto. Aniquilado, tendido en la cama de las lamentaciones, inerte como siempre y como nunca. Antipoético y antipático. ¡Hermosa escena de desencuentros! Casi consigo mismo pero lejano al fin. Desprecia el tiempo en vilo. La vigilia perpetua se esconde tras los estados nauseabundos de su ser. ¿Cómo existe? ¿Cuánto tiempo puede existir así? ¿Existe? Solo deforma su ser desfigurado escapando del espejo; de aquél espejo complejo que no presta atención especial a reflejarle el otro lado. Su brazo izquierdo cae al suelo, queda colgado de la cama aparentando ser una rama vencida del inútil cuerpo, pero es la mano la que se marchita en la podredumbre de lo que escribe. Es zurdo. Vuela en un sueño que no soñó y que no soñará, en dislocadas y trastocadas emociones que no sintió y no sentirá. Su abismo es tan perfecto e impenetrable que no piensa más en que sigue cayendo, sino simplemente piensa que vuela sin paracaídas. Entiende que el viento que siente en sus mejillas solo le desgarra la piel, pero no puede dejar de caer -¿volar?-. No planea, solo sueña y no lo sabe, y su sueño inexistente es su realidad reflejada en el espejo sucio.

Sucio existir de palabras perversas y complejas que desatienden la urgencia. Letargo permanente con apenas dos minutos de haber despertado. Ojos callosos por dormir casi dieciocho horas e inutilidad consecuente. Sus músculos no responden a la sensación de movimiento. Tres esfuerzos después apenas logra rodarse a un lado de la cama y le parece infructuoso tanta energía desperdiciada. Está consciente un instante solo para darse cuenta del charco de sangre que han dejado sobre el piso de la habitación su brazo cortado con precisión la noche anterior...

sábado, abril 18, 2009

Introspección

Los músculos ya no se sienten entumidos ni atrofiados, no hay ahora un cuerpo sedado. El aire tan puro del respirador no es más una molestia carcomiéndole los pulmones. Los vidriosos ojos no están más enrojecidos ni llenos de lágrimas, ni sus uñas están amarillentas. Su piel, tan tersa durante su juventud, no se siente arrugada, tal como hace tantos años. Un espejo no desmentiría su apariencia y, sin embargo, sin tener uno a la mano, se sabe hermosa. Las pupilas no se dilatan y sus refinados y rojizos labios se entreabren dejando entra una brisa suave y tibia, un aire tan puro, mejor que el incipiente oxígeno del hospital. Jamás se había sentido tan plena, tan suya, tan individual. Sus manos ahora son suaves, tanto o más como las caricias que cariñosamente otorgo. Es otro tiempo que no parece transcurrir; otro espacio que no parece ocupar. Sus pasos livianos parecen recorrer leguas en un instante en el que no pretendió caminar. Ella misma no podría asegurar que lo ha hecho.


Varios días de encierro -tal vez meses- en que ni una sensación percibió. Las grandes ventanas de una habitación blanca, generalmente cerradas por unas persianas que no dejaban pasar un hilo de sol, recordaban que su celda no era de estancia voluntaria. La muerte es un precio caro por querer escapar; o tal vez no. No lo sabía con certeza pero tampoco tenía muchas fuerzas para intentarlo. Indiferencia, tal vez. Tal vez también pesadez de recorrer los trescientos cincuenta y dos pasos que había que recorrer entre los largos pabellones del hospital, con un tanque de oxígeno y el equipo intravenoso con suero y medicamentos que debía arrastrar. Todo eso para poder ver la luz del día de nuevo, para sentir el aire frío de diciembre sonrojarle la pálida piel de sus mejillas. ¿Era tanto acaso su añoranza? Era quizá su necedad por sentirse libre un instante más. Probablemente encontraría alguna enfermera o algún médico en el camino. Encontraría seguramente al malencarado guardia de la entrada antes de lograr su cometido. Era un sueño recurrente entre las blancas sábanas de la cama de hospital. Sus sueños se prolongaban aún más a causa de los sedantes que le administraban para apaciguar el dolor que le provocaban sus inútiles órganos internos, y consecuentemente se volvían parte de la realidad que vivía día con día. Las visitas eran pocas. Un par de amigos de hace años que llegaban con la cara consternada y la sonrisa fingida, dando algunas palabras de aliento, que servían más para enfatizar que nunca saldría de ahí. Hubiera agradecido más que le contaran alguna vivencia común, algo que en verdad la animara y hasta hiciera reír. Despacio llegaban y despacio se iban, como no queriendo perturbar más.


Que absurdo es estar en una cama de hospital, inmóvil, distante, aparte. Dormida la mayor parte del tiempo. Atada por tubos que no dejan recordar la motricidad del cuerpo. Respirando oxígeno gasificado y alimentada solo por líquidos. Está todo en silencio. A su lado las otras dos camas están vacías, uno de los pacientes salió casi caminando. Un hombre mucho más viejo que ella, víctima de infarto. En la otra cama, una mujer joven, de unos 23 años, que llegó el sábado por la madrugada, después de regresar de una fiesta con sus amigos, a los cuales los embistió un camión. Ella llegó con la cara desfigurada y sus vísceras de fuera. Aunque había pasado a terapia intensiva, justo en la cama del lado izquierdo, murió dos días después. Ya es martes y siente la cara más acartonada. Sus pulmones se hacen más pequeños y piensa que ahora ya no es posible volver a caminar.


Es miércoles, miércoles de ceniza, y hoy el dolor es insoportable. Le conforta el saberse casi inmune al dolor. Ha sido tanto el tiempo que ha estado en su celda blanca que ya no le parece ingrata la sensación. Solo por hoy ha decidido sonreír. La enfermera en turno nota su sonrisa que parece radiante a pesar del respirador en su boca. Le sonríe y le pregunta si está bien que abra la persiana y la ventana para que entre un poco de aire. Ella asiente con la cabeza. El aire frío le parece reconfortante, casi como una caricia divina. Tarda un poco en acostumbrarse a la luz del sol pero el dolor disminuye poco a poco. Cierra los ojos y entonces piensa que todos han muerto. La enfermera, el par de amigos, la chica de 23 y el resistente viejo. También su madre y su padre, sentados en la sala de espera, los médicos y las demás enfermeras. Ya no hay dolor, solo las sensación plena de haber matado a todos...

domingo, abril 05, 2009

El ojo

Cómo envidio al hombre con un ojo portátil en el bolsillo. Ese hombre que va sentado en un duro asiento verde del vagón de metro, encimando su mirada perversa de bisturí sobre la pequeña libretita, tan diminuta e insignificante siquiera. Tan suya, con sus apenas diez por siete centímetros, con su porosidad justa... Justa, sí, para desmembrarse y seccionarse perfectamente, y desdoblarse en una, dos... cientos de partes y ninguna igual. Inserciones, disecciones y pulsaciones sobre la hoja a capricho de la punta del bolígrafo punto fino, que traza la imagen, caprichosa al principio, cautelosa a la incitación, a la provocación desgarrada de la forma, de la gestación discriminada del boceto.


Segundos fáciles para su trazo. Sentado él, pervirtiendo alevosamente la hoja. Deseándole un buen fin... Fin al fin. Su finidad es mi alienación, con la mirada clavada en su versión real pero libre de la mitad del rostro que también se secciona y puntualiza a cada rasgo del lado derecho del rostro perturbadamente ancianizado. La piel escuálida, rehusando a los años y vencida a la mala por los distantes días de la juventud. Andrógina imagen -hasta ahora- perdida en la mirada distraída de la primera hoja, donde se permite alguna línea errada, igual que las arrugas en la piel que se dibujan caprichosas sobre cualquier cara. Un ojo no es una mirada y, sin embargo, él tiene uno en el bolsillo, cautivo a la merced de su bolígrafo. Como envidio su ojo, mezquino e insultante... distraído, en sus pensamientos dispares, en sus imprecisiones inconscientes e inconsistentes. Viajan a su mano. Toma el bolígrafo, individuos ambos al fin. Cuasi especial en su incipiente labor. Fractales micrométricas que deja la tinta y el ojo se extrae de la hoja, partida, delimitada, fronterizada, dislocada. ¿Cómo evitar alienación? ¿Cómo evitar tal espectáculo? Infiltraciones gráficas en la mente y ese ojo clavado en el mío, de la estúpida invención de mi parte inconsciente a la ilógica precisión de la mitad del rostro dibujado. Es la parte de ese rostro dibujado en partes que como yo he diseccionado tantas veces en mi mente.


Sin saber cómo, ahí aparece ese rostro familiar, particularmente demacrado, no por los años sino por las penas ajenas de aquellos días en que vi el ojo brillar. Es como saber que la coincidencia perdida te encuentra improvisadamente en un vagón del metro. Es tu parte de rostro y tu ojo. A dos estaciones de que tenga que bajar, él, con la diminuta libretita y el bolígrafo punto fino, se prepara para salir del vagón con prisa. Guarda la libretita en el bolsillo de su pantalón y la pluma la cuelga de la bolsa de la camisa. Levantado ya, asido del tubo, esperando a que las puertas se abran. Exasperado y distraído de mi mirada cautiva que durante varias estaciones se clavó en la libretita, ahora voy siguiéndolo con la mirada. Un rostro perfecto -la parte dibujada- como se dibujaba el tuyo en mi mente. Con su ojo -tu ojo- portátil. Sale, se cierran las puertas y el metro avanza. Cómo envidio al hombre que se lleva tu ojo en el bolsillo...