... los minutos noctámbulos, de abusos neuronales, de psicofugas en síncope, de instintos de supervivencia frente a una hoja en blanco, frente al reflejo roto, son siempre instantes precisos para que las 'letras en fuga' aparezcan sobre el papel. La fuga emocional de lucidez o locura; el espacio para quien quiera escapar con sus letras...
jueves, diciembre 31, 2009
...
jueves, diciembre 17, 2009
Recovecos
En fin, que hoy la historia se pospone -una vez más- para instantes menos hostiles, de modo tal que no esté la amenaza de la inversa imagen reflejada en la hoja en blanco. Algunos restos de la impersonalización disimulada de un imperfecto -y pésimo- escritor, se asomarán nuevamente entre los caracteres de un desaliñado post.
lunes, noviembre 30, 2009
Sin respuesta
sábado, noviembre 21, 2009
martes, noviembre 17, 2009
Paréntesis
martes, noviembre 10, 2009
Palabras de martes
Se siente bien. A pesar de las culpas, se siente bien. Casi como si el tiempo no hubiera pasado y los años se revivieran en un ciclo perverso y perpetuo. Casi como si el momento de reflexión se hubiera prolongado después del bypass de los meses -quizás años, ya no sé-, que dan un supuesto respiro, pero que ahora solo recurren a las imágenes abstractas de una infiel memoria. Basta entonces que me proponga disfrazar algunas letras para que no se asome toda la verdad. Quizá en algunos años el ejercicio terapéutico ya no funcione igual -palabras más, palabras menos, pareciera que se cumple esa suposición- y entonces solo quedarán reflejos vacíos en el espejo blanco. Seguramente esto resulta inesperado e insultante, incluso perverso, debido a que quien pudiera interpretar las palabras será quien conozca un poco más de mí, más allá de las letras de un blog, pero tampoco importa mucho, ya que, por ahora, conozco las situaciones indefectibles y sé de su proximidad.
Algunas palabras para la noche de un día de marte, que seguramente no dejarán ninguna huella perpetua ni marca en el cuello. Simplemente dejarán al escritor con menos jaqueca...
jueves, noviembre 05, 2009
Apología
Al entrar nuevamente a la habitación noté que ésta me pareció extrañamente cálida y acogedora. No reparé en fijarme en las paredes verdes escurridas ni en la deformidad del colchón y me dirigí otra vez a acostarme sobre él. Mis ojos miraban el techo, que tenía vigas engrasadas, como sostén de la loza, pero en realidad no notaba mucho sus detalles. Más bien recordaba a Amanda y me perturbaba el hecho de que quizá ahora quisiera verme muerto. Muchas veces le pregunté cuál era el motivo de su enojo constante y ella contestaba con un gesto casi indiferente que no quería estar al lado de un fracasado. Por eso preferí alejarme de ella. Un hombre viejo, con todos los años encima y la vida desgastada no podría ofrecerle mucho a tan jovial y seductora mujer. Tomé camino hacia el norte en el viejo auto que me dejó mi padre de herencia y que había visto sus mejores años de gloria hace algunos ayeres, y decidí huir de su lado.
Hace tres meses que viajo sin rumbo y no sé nada de mi vida pasada. Tal vez Amanda ya está casada con otro hombre; alguno que cumpla todos sus caprichos y soporte sus indecisiones. No me importa mucho eso. Aprendí a vivir sin ella desde hace algunos años, pero me disgusta su indiferencia, tanto como para quitarme el sueño. Encuentro en la mesita del cuarto un periódico de hace tres días y concluyo que lo mejor para mi insomnio es leer un poco. Es un periódico sensacionalista de nota roja pero de circulación nacional. No gusto mucho de leer ese tipo de periódicos, pero al no haber otra alternativa empiezo a verlo. Las noticias del ámbito nacional que parecen escritas por alguien con mucho rencor y algunas notas deportivas. Al hojear las páginas centrales, en donde generalmente se encuentra la nota policiaca, leo en el cuerpo del artículo: "Amanda García y el empresario Alfonso Rivera mueren en aparatoso accidente aéreo mientras viajaban rumbo a su luna de miel."
martes, octubre 20, 2009
El escritor
jueves, octubre 15, 2009
El espejo
domingo, octubre 04, 2009
El tiempo
martes, septiembre 22, 2009
La facilidad
domingo, agosto 30, 2009
El hombre que espera
sábado, agosto 22, 2009
Del autor
viernes, agosto 21, 2009
sábado, agosto 08, 2009
Nostalgia
miércoles, agosto 05, 2009
Sin título...
Dos días antes, Ana había tenido un arranque de ira que parecía dejar rezagos los días consecuentes, pero esta vez tenía la sensación de que sus palabras habían tomado un sentido correcto. Me había citado hoy para hablar en pequeño café caracterizado más por la ausencia de clientes que por la calidad de su expreso. Sus manos se movían nerviosamente, como si se quisieran aniquilarse entre ellas, deshaciendo la piel con sus roces, con bruscos movimientos imprecisos y no como los del ebanista que lija la madera con paciencia. Los minutos más o menos pasaban lentos, pero la actitud de Ana era desesperada, como queriendo matar cualquier esperanza. Cuando pregunté por qué solo acertó a decir “vete al diablo”, se levantó de la mesa y salió del café en plena lluvia. “Maldita sea” pensé, “no traigo paraguas”. Esta vez no iba a ir tras ella a buscarla. Sus palabras parecían sentencia definitiva y sonaban amenazadoras, pero, sobretodo, se escucharon convincentes. Ahí sentado, permanecí varios minutos pensando en que tal vez la lluvia amainaría o sabe Dios que cosas pensaba. Fumaba un cigarrillo tras otro imaginando que Ana estaría empapada y a punto de otro ataque de ira. El humo bifurcaba mi lengua con su voraz canal humeante atravesando mi traquea, pero no me importaba fumar hasta que los cigarrillos se terminaran. Los dedos índice y medio estaban tan amarillos que no podía dejar de mirarlos con asco y repulsión, pero también con una fascinación hipnótica, casi con tropismo. El tercer expreso lo había terminado hacía varios minutos y la pequeña taza sólo tenía los asientos del café, que no presagiaban inciertos venideros ni emulaban ningún sortilegio. Por fin la lluvia dio tregua y pedí la cuenta para salir de ese desolado lugar.
El automóvil era igual de desolador, pero más pequeño. Lamentaba mucho que Ana tomara las cosas tan personales mientas que a mí me parecía intrascendente la situación. Ella creía que el pasado representaba toda la personalidad de la persona. Bueno, mejor dicho, que representaba mi personalidad. Hacía años que la conocía y ella sabía que yo había cometido muchos errores. Ella sabía con precisión cuántos y cuáles eran. Supo perdonarlos, de eso estoy seguro, pero yo no me perdoné. Ese fue el problema, cuando realmente ella caminaba yo retrocedía. Lamentablemente nunca supe parar y ahora habíamos llegado al límite del amor, cuando las personas no saben detenerse y ceder. Yo no supe detenerme ni quise hacerlo y ahora era muy tarde ya. Sonreía cuando estaba molesto y me burlaba cuando se encolerizaba. No me preocupa ya. Ella habló hoy con seguridad y con la puntualidad en cada palabra que argumentó. Estaba consciente de lo que decía, como yo cuando dije que la amaba.
Sentado en el sofá de la sala del pequeño departamento recorro con la mirada las paredes llenas de palabras que tienen sentido sólo en la historia compartida con Ana, como espíritus impregnados anclados a cada muro. Veo con paciencia. Siento que se difuminan poco a poco, o quizá es efecto de la luz tan tenue de la pequeña lámpara de mesa que uso para leer. No importa, como tampoco importan sus últimas palabras, ni las horas en el tráfico, ni mi lengua bifurcada, ni la incomprensión de las discusiones, ni los minutos esperando a que deje de llover, ni los ataques de ira o los asuntos no perdonados, ni las paredes de la sala que escribían una historia. Creo que nada de eso importa ya. La vista se me nubla nuevamente, pero la luz que alumbra la habitación no es la pequeña de la lámpara de mesa sino el foco del techo. Tal vez estoy cansado... o tal vez es el frasco entero de pastillas que tomé.
sábado, junio 13, 2009
Desolación
Sucio existir de palabras perversas y complejas que desatienden la urgencia. Letargo permanente con apenas dos minutos de haber despertado. Ojos callosos por dormir casi dieciocho horas e inutilidad consecuente. Sus músculos no responden a la sensación de movimiento. Tres esfuerzos después apenas logra rodarse a un lado de la cama y le parece infructuoso tanta energía desperdiciada. Está consciente un instante solo para darse cuenta del charco de sangre que han dejado sobre el piso de la habitación su brazo cortado con precisión la noche anterior...
sábado, abril 18, 2009
Introspección
Los músculos ya no se sienten entumidos ni atrofiados, no hay ahora un cuerpo sedado. El aire tan puro del respirador no es más una molestia carcomiéndole los pulmones. Los vidriosos ojos no están más enrojecidos ni llenos de lágrimas, ni sus uñas están amarillentas. Su piel, tan tersa durante su juventud, no se siente arrugada, tal como hace tantos años. Un espejo no desmentiría su apariencia y, sin embargo, sin tener uno a la mano, se sabe hermosa. Las pupilas no se dilatan y sus refinados y rojizos labios se entreabren dejando entra una brisa suave y tibia, un aire tan puro, mejor que el incipiente oxígeno del hospital. Jamás se había sentido tan plena, tan suya, tan individual. Sus manos ahora son suaves, tanto o más como las caricias que cariñosamente otorgo. Es otro tiempo que no parece transcurrir; otro espacio que no parece ocupar. Sus pasos livianos parecen recorrer leguas en un instante en el que no pretendió caminar. Ella misma no podría asegurar que lo ha hecho.
Varios días de encierro -tal vez meses- en que ni una sensación percibió. Las grandes ventanas de una habitación blanca, generalmente cerradas por unas persianas que no dejaban pasar un hilo de sol, recordaban que su celda no era de estancia voluntaria. La muerte es un precio caro por querer escapar; o tal vez no. No lo sabía con certeza pero tampoco tenía muchas fuerzas para intentarlo. Indiferencia, tal vez. Tal vez también pesadez de recorrer los trescientos cincuenta y dos pasos que había que recorrer entre los largos pabellones del hospital, con un tanque de oxígeno y el equipo intravenoso con suero y medicamentos que debía arrastrar. Todo eso para poder ver la luz del día de nuevo, para sentir el aire frío de diciembre sonrojarle la pálida piel de sus mejillas. ¿Era tanto acaso su añoranza? Era quizá su necedad por sentirse libre un instante más. Probablemente encontraría alguna enfermera o algún médico en el camino. Encontraría seguramente al malencarado guardia de la entrada antes de lograr su cometido. Era un sueño recurrente entre las blancas sábanas de la cama de hospital. Sus sueños se prolongaban aún más a causa de los sedantes que le administraban para apaciguar el dolor que le provocaban sus inútiles órganos internos, y consecuentemente se volvían parte de la realidad que vivía día con día. Las visitas eran pocas. Un par de amigos de hace años que llegaban con la cara consternada y la sonrisa fingida, dando algunas palabras de aliento, que servían más para enfatizar que nunca saldría de ahí. Hubiera agradecido más que le contaran alguna vivencia común, algo que en verdad la animara y hasta hiciera reír. Despacio llegaban y despacio se iban, como no queriendo perturbar más.
Que absurdo es estar en una cama de hospital, inmóvil, distante, aparte. Dormida la mayor parte del tiempo. Atada por tubos que no dejan recordar la motricidad del cuerpo. Respirando oxígeno gasificado y alimentada solo por líquidos. Está todo en silencio. A su lado las otras dos camas están vacías, uno de los pacientes salió casi caminando. Un hombre mucho más viejo que ella, víctima de infarto. En la otra cama, una mujer joven, de unos 23 años, que llegó el sábado por la madrugada, después de regresar de una fiesta con sus amigos, a los cuales los embistió un camión. Ella llegó con la cara desfigurada y sus vísceras de fuera. Aunque había pasado a terapia intensiva, justo en la cama del lado izquierdo, murió dos días después. Ya es martes y siente la cara más acartonada. Sus pulmones se hacen más pequeños y piensa que ahora ya no es posible volver a caminar.
Es miércoles, miércoles de ceniza, y hoy el dolor es insoportable. Le conforta el saberse casi inmune al dolor. Ha sido tanto el tiempo que ha estado en su celda blanca que ya no le parece ingrata la sensación. Solo por hoy ha decidido sonreír. La enfermera en turno nota su sonrisa que parece radiante a pesar del respirador en su boca. Le sonríe y le pregunta si está bien que abra la persiana y la ventana para que entre un poco de aire. Ella asiente con la cabeza. El aire frío le parece reconfortante, casi como una caricia divina. Tarda un poco en acostumbrarse a la luz del sol pero el dolor disminuye poco a poco. Cierra los ojos y entonces piensa que todos han muerto. La enfermera, el par de amigos, la chica de 23 y el resistente viejo. También su madre y su padre, sentados en la sala de espera, los médicos y las demás enfermeras. Ya no hay dolor, solo las sensación plena de haber matado a todos...
domingo, abril 05, 2009
El ojo
Cómo envidio al hombre con un ojo portátil en el bolsillo. Ese hombre que va sentado en un duro asiento verde del vagón de metro, encimando su mirada perversa de bisturí sobre la pequeña libretita, tan diminuta e insignificante siquiera. Tan suya, con sus apenas diez por siete centímetros, con su porosidad justa... Justa, sí, para desmembrarse y seccionarse perfectamente, y desdoblarse en una, dos... cientos de partes y ninguna igual. Inserciones, disecciones y pulsaciones sobre la hoja a capricho de la punta del bolígrafo punto fino, que traza la imagen, caprichosa al principio, cautelosa a la incitación, a la provocación desgarrada de la forma, de la gestación discriminada del boceto.
Segundos fáciles para su trazo. Sentado él, pervirtiendo alevosamente la hoja. Deseándole un buen fin... Fin al fin. Su finidad es mi alienación, con la mirada clavada en su versión real pero libre de la mitad del rostro que también se secciona y puntualiza a cada rasgo del lado derecho del rostro perturbadamente ancianizado. La piel escuálida, rehusando a los años y vencida a la mala por los distantes días de la juventud. Andrógina imagen -hasta ahora- perdida en la mirada distraída de la primera hoja, donde se permite alguna línea errada, igual que las arrugas en la piel que se dibujan caprichosas sobre cualquier cara. Un ojo no es una mirada y, sin embargo, él tiene uno en el bolsillo, cautivo a la merced de su bolígrafo. Como envidio su ojo, mezquino e insultante... distraído, en sus pensamientos dispares, en sus imprecisiones inconscientes e inconsistentes. Viajan a su mano. Toma el bolígrafo, individuos ambos al fin. Cuasi especial en su incipiente labor. Fractales micrométricas que deja la tinta y el ojo se extrae de la hoja, partida, delimitada, fronterizada, dislocada. ¿Cómo evitar alienación? ¿Cómo evitar tal espectáculo? Infiltraciones gráficas en la mente y ese ojo clavado en el mío, de la estúpida invención de mi parte inconsciente a la ilógica precisión de la mitad del rostro dibujado. Es la parte de ese rostro dibujado en partes que como yo he diseccionado tantas veces en mi mente.
Sin saber cómo, ahí aparece ese rostro familiar, particularmente demacrado, no por los años sino por las penas ajenas de aquellos días en que vi el ojo brillar. Es como saber que la coincidencia perdida te encuentra improvisadamente en un vagón del metro. Es tu parte de rostro y tu ojo. A dos estaciones de que tenga que bajar, él, con la diminuta libretita y el bolígrafo punto fino, se prepara para salir del vagón con prisa. Guarda la libretita en el bolsillo de su pantalón y la pluma la cuelga de la bolsa de la camisa. Levantado ya, asido del tubo, esperando a que las puertas se abran. Exasperado y distraído de mi mirada cautiva que durante varias estaciones se clavó en la libretita, ahora voy siguiéndolo con la mirada. Un rostro perfecto -la parte dibujada- como se dibujaba el tuyo en mi mente. Con su ojo -tu ojo- portátil. Sale, se cierran las puertas y el metro avanza. Cómo envidio al hombre que se lleva tu ojo en el bolsillo...