Cómo envidio al hombre con un ojo portátil en el bolsillo. Ese hombre que va sentado en un duro asiento verde del vagón de metro, encimando su mirada perversa de bisturí sobre la pequeña libretita, tan diminuta e insignificante siquiera. Tan suya, con sus apenas diez por siete centímetros, con su porosidad justa... Justa, sí, para desmembrarse y seccionarse perfectamente, y desdoblarse en una, dos... cientos de partes y ninguna igual. Inserciones, disecciones y pulsaciones sobre la hoja a capricho de la punta del bolígrafo punto fino, que traza la imagen, caprichosa al principio, cautelosa a la incitación, a la provocación desgarrada de la forma, de la gestación discriminada del boceto.
Segundos fáciles para su trazo. Sentado él, pervirtiendo alevosamente la hoja. Deseándole un buen fin... Fin al fin. Su finidad es mi alienación, con la mirada clavada en su versión real pero libre de la mitad del rostro que también se secciona y puntualiza a cada rasgo del lado derecho del rostro perturbadamente ancianizado. La piel escuálida, rehusando a los años y vencida a la mala por los distantes días de la juventud. Andrógina imagen -hasta ahora- perdida en la mirada distraída de la primera hoja, donde se permite alguna línea errada, igual que las arrugas en la piel que se dibujan caprichosas sobre cualquier cara. Un ojo no es una mirada y, sin embargo, él tiene uno en el bolsillo, cautivo a la merced de su bolígrafo. Como envidio su ojo, mezquino e insultante... distraído, en sus pensamientos dispares, en sus imprecisiones inconscientes e inconsistentes. Viajan a su mano. Toma el bolígrafo, individuos ambos al fin. Cuasi especial en su incipiente labor. Fractales micrométricas que deja la tinta y el ojo se extrae de la hoja, partida, delimitada, fronterizada, dislocada. ¿Cómo evitar alienación? ¿Cómo evitar tal espectáculo? Infiltraciones gráficas en la mente y ese ojo clavado en el mío, de la estúpida invención de mi parte inconsciente a la ilógica precisión de la mitad del rostro dibujado. Es la parte de ese rostro dibujado en partes que como yo he diseccionado tantas veces en mi mente.
Sin saber cómo, ahí aparece ese rostro familiar, particularmente demacrado, no por los años sino por las penas ajenas de aquellos días en que vi el ojo brillar. Es como saber que la coincidencia perdida te encuentra improvisadamente en un vagón del metro. Es tu parte de rostro y tu ojo. A dos estaciones de que tenga que bajar, él, con la diminuta libretita y el bolígrafo punto fino, se prepara para salir del vagón con prisa. Guarda la libretita en el bolsillo de su pantalón y la pluma la cuelga de la bolsa de la camisa. Levantado ya, asido del tubo, esperando a que las puertas se abran. Exasperado y distraído de mi mirada cautiva que durante varias estaciones se clavó en la libretita, ahora voy siguiéndolo con la mirada. Un rostro perfecto -la parte dibujada- como se dibujaba el tuyo en mi mente. Con su ojo -tu ojo- portátil. Sale, se cierran las puertas y el metro avanza. Cómo envidio al hombre que se lleva tu ojo en el bolsillo...
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