miércoles, agosto 05, 2009

Sin título...

Las últimas palabras que pronunciaron sus labios resuenan reventándome los tímpanos. Nimiedades de tarde lluviosa con la personificación de mi ser más pusilánime. La vida equitativamente me había arrojado al vacío de las palabras huecas que inundaban la habitación. El sonido del silencio es ensordecedor cuando en la mente quedan los rezagos dispersos de su voz diciendo “vete al diablo”. La lluvia que relame los cristales del auto fue la compañía desolada del regreso a casa, junto con las luces escurridas de los autos en el retrovisor. El tráfico insultante, que no parecía desaparecer ni menguar, hacía más abrupto el paso al límite de la cordura y la inteligencia disuelta por los conductores bajo el agua exasperaba a cualquiera. Al fin estaba en casa, luego de tantas mentadas de madre enviadas vía claxon. Me había mandado al diablo y yo viví el infierno de una ciudad intransigente.

Dos días antes, Ana había tenido un arranque de ira que parecía dejar rezagos los días consecuentes, pero esta vez tenía la sensación de que sus palabras habían tomado un sentido correcto. Me había citado hoy para hablar en pequeño café caracterizado más por la ausencia de clientes que por la calidad de su expreso. Sus manos se movían nerviosamente, como si se quisieran aniquilarse entre ellas, deshaciendo la piel con sus roces, con bruscos movimientos imprecisos y no como los del ebanista que lija la madera con paciencia. Los minutos más o menos pasaban lentos, pero la actitud de Ana era desesperada, como queriendo matar cualquier esperanza. Cuando pregunté por qué solo acertó a decir “vete al diablo”, se levantó de la mesa y salió del café en plena lluvia. “Maldita sea” pensé, “no traigo paraguas”. Esta vez no iba a ir tras ella a buscarla. Sus palabras parecían sentencia definitiva y sonaban amenazadoras, pero, sobretodo, se escucharon convincentes. Ahí sentado, permanecí varios minutos pensando en que tal vez la lluvia amainaría o sabe Dios que cosas pensaba. Fumaba un cigarrillo tras otro imaginando que Ana estaría empapada y a punto de otro ataque de ira. El humo bifurcaba mi lengua con su voraz canal humeante atravesando mi traquea, pero no me importaba fumar hasta que los cigarrillos se terminaran. Los dedos índice y medio estaban tan amarillos que no podía dejar de mirarlos con asco y repulsión, pero también con una fascinación hipnótica, casi con tropismo. El tercer expreso lo había terminado hacía varios minutos y la pequeña taza sólo tenía los asientos del café, que no presagiaban inciertos venideros ni emulaban ningún sortilegio. Por fin la lluvia dio tregua y pedí la cuenta para salir de ese desolado lugar.

El automóvil era igual de desolador, pero más pequeño. Lamentaba mucho que Ana tomara las cosas tan personales mientas que a mí me parecía intrascendente la situación. Ella creía que el pasado representaba toda la personalidad de la persona. Bueno, mejor dicho, que representaba mi personalidad. Hacía años que la conocía y ella sabía que yo había cometido muchos errores. Ella sabía con precisión cuántos y cuáles eran. Supo perdonarlos, de eso estoy seguro, pero yo no me perdoné. Ese fue el problema, cuando realmente ella caminaba yo retrocedía. Lamentablemente nunca supe parar y ahora habíamos llegado al límite del amor, cuando las personas no saben detenerse y ceder. Yo no supe detenerme ni quise hacerlo y ahora era muy tarde ya. Sonreía cuando estaba molesto y me burlaba cuando se encolerizaba. No me preocupa ya. Ella habló hoy con seguridad y con la puntualidad en cada palabra que argumentó. Estaba consciente de lo que decía, como yo cuando dije que la amaba.

Sentado en el sofá de la sala del pequeño departamento recorro con la mirada las paredes llenas de palabras que tienen sentido sólo en la historia compartida con Ana, como espíritus impregnados anclados a cada muro. Veo con paciencia. Siento que se difuminan poco a poco, o quizá es efecto de la luz tan tenue de la pequeña lámpara de mesa que uso para leer. No importa, como tampoco importan sus últimas palabras, ni las horas en el tráfico, ni mi lengua bifurcada, ni la incomprensión de las discusiones, ni los minutos esperando a que deje de llover, ni los ataques de ira o los asuntos no perdonados, ni las paredes de la sala que escribían una historia. Creo que nada de eso importa ya. La vista se me nubla nuevamente, pero la luz que alumbra la habitación no es la pequeña de la lámpara de mesa sino el foco del techo. Tal vez estoy cansado... o tal vez es el frasco entero de pastillas que tomé.

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