Es lo más inerte el ánimo dispersado en nimiedades. La conciencia mutilada; ausencias idénticas en jamais vu sin efervescencia, tan impávido como la primera vez que desaparecieron de su vista las luces en serendipia. Cuán escuálidos parecen los miembros dispersados sobre el diván. La silla del terapeuta no está ocupada, como otras veces en las que la crisis cambiaba contrastantemente los pasos. Hoy es más difícil estar atento a las perversiones comunes entre tanto ruido de fondo; el abrupto es inquietante, con toda su escala de grises, con aquellos sinsabores que congelan el sudor en los poros, lamiendo la áspera piel, rasgando las fibromialgias de la nuca. La sensación fría es la de estar frente al paredón, justo como la desolación del espíritu: una frase antes de escuchar el último disparo y sin poder decirla a nadie. Con eco de disturbio, las voces acallan el ruido y percibe sin saberse cierto, vivo o con esperanza, sin recubrirme del llanto de los niños que desaparecen al ocaso de los días de otoño. Así, implícito en sí, disolviendo la reminiscencia de sentirse humano, es que piensa entonces que su vida ha perdido sentido y, aún con el grillete de la nostalgia, atrae a él las imágenes más extrañas e inesperadas: las de su infancia perdida entre los días en los que debía aprender lo correcto, lo que debía ser.
Sentado, bajo el árbol que repasa su cuerpo con su sombra. Taciturno y viejo. Insultantemente devastado y con el sosiego de los años. Aún piensa en nimiedades. Aún cree que su vida es demasiado lejana para siquiera poder evitar demeritarla. Sabe que la confortable sombra de ese árbol será el perfecto partíbulo, y el tiempo su verdugo.
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