La historia de "Eme" fue inspiración que se perpetuó en letras. La publicación en este blog responde a esa necesidad de dar a conocer lo que un día me regaló la hermosa sonrisa transparente -tan ausente en estos días- y un pequeño homenaje a su destinatario original.
Pablo Sánchez
Era tarde ya. Las nubes anunciaban la tempestad que se aproximaba inevitablemente. Caminando por la calle, las personas apresuraban su paso con la inquietud de sentirse refugiadas, sin siquiera observar el ambiente hostil que les rodeaba. Las aves entonaban un estruendoso coro que parecía más un lamento; volando en parvadas dispares dibujaban bailes extraños. El reloj de la torre marcaba las siete veintitrés de la noche. Él se encontraba parado en la esquina de un semáforo, como esperando todo lo inevitable. Con su mano izquierda buscaba desesperadamente algo en el bolsillo del pantalón. Sacó de él una caja de cigarrillos y del otro bolsillo un encendedor. Tomó un cigarrillo y lo encendió; dio la primer bocanada, luego dos más. Recordó la canción que había escuchado al despertar a la hora que el radio-reloj había sido programado. Sintió tristeza, sintió miedo. Los acordes de Love cats y la voz delineada de Robert Smith dejaron muchos estragos a esas alturas que la noche, llena de alucinaciones oníricas. En un momento se advirtió exhausto, tomó un poco de aire, caminó unos veinte pasos y dispuso asiento en una pequeña banca bajo una marquesina techada con lámina de fibra de vidrio que haría de refugio por un momento, mientras las gotas iniciaban su descenso.
Ella caminaba sin rumbo, más bien solo vagaba sin querer llegar a un lugar específico, buscando un rastro perdido contaba sus pasos que cada vez eran menos frecuentes. Una gota cayó súbitamente sobre su frente, deslizándose lentamente por su rostro hasta llegar al pliegue de su labio superior, haciéndole sentir un escalofrío que recorrió toda su espalda. La gota se detuvo entre sus labios buscando algún refugio. Ella sacó la punta de la lengua y probó de esa agua, experimentando una sensación gélida que le causaba recordar el momento en que su vida había perdido sentido. Su ropa empezó a humedecerse, los pasos que se notaban ausentes ahora eran rápidos y precisos. Repentinamente se detuvo bajo la cornisa de un antiguo edificio para resguardarse de la lluvia.
Él observaba fijamente el cielo plagado de millones de gotas pequeñas que luchaban incesantemente contra el viento, aferrándose a no caer, a no encontrar su destino en alguna alcantarilla. La última bocanada de su tercer cigarrillo estaba dispersándose por el aire, mientras la colilla yacía empapada en el suelo junto a otras tantas y algunos restos de envolturas de plástico. Los autos no dejaban de andar, tampoco la lluvia, aunque ya había suavizado. Él miró de reojo el reloj de la torre. Cuarenta y tres minutos habían pasado. Se levantó con pesadez y poco ánimo, no quería llegar a su casa. “Tal vez no pueda llegar” pensó, mientras sus manos frotaban su rostro.
El edificio era muy hermoso y grande y dejaba entrever el interior. Ella se apresuró a observar con más detenimiento descubriendo sus dotes coloniales. “Probablemente vivan muchas familias aquí”, pensó. Los muros eran de piedra negra alisada de casi medio metro de grosor. Las ventanas eran amplias, casi como una puerta, y las del segundo y tercer nivel tenían un amplio balcón del que resaltaban las únicas formas de vida vegetal en pequeñas macetas con algunas plantas y flores, muchas ya marchitas por el otoño venidero. La puerta de roble se encontraba adornada por un vitral que ya denotaba años y mostraba a un extraño animal. Por la parte inferior de su cuerpo tenía unas patas enormes, unas alas y una cola, como las de un dragón; la parte superior mostraba un dorso parecido al de una cabra y su cabeza era como la de un león, con una mirada penetrante que emulaba observar a los visitantes o a los curiosos, avisando con un simple reflejo si podrían o no entrar. Ella sintió un poco de miedo y decidió caminar, pero para entonces no sabía que ruta tomar. La lluvia había casi desaparecido.
La luz de las casas alumbraba las calles, no así el alumbrado público. El cielo estaba tan despejado que parecía que esa tarde no había llovido. La luna presumía toda su claridad, su esplendor, su limpieza de forma y de color. Él buscó en su bolsa los cigarrillos descubriendo que no le quedaba ninguno, se detuvo un instante para buscar bien en todos sus bolsillos. Observó su reloj de pulso pero no prestó atención a la hora. Caminó hasta un crucero donde un mendigo alargaba la mano pidiéndole una moneda. Sacó de su bolsillo unas cuantas y estiró el brazo sin aligerar el paso. Cruzó la calle sin la inquietud de voltear a ver los autos. Se detuvo un momento y observó la calle vacía que coadyuvaba su soledad. “Mi segunda esposa posiblemente esté en ese momento vaciando hasta el último cajón del ropero”, pensó e hizo una pausa, “debería también llevarse mis frustraciones, especialmente las que ella provocó”. Sin mucha atención había llegado con pasos perezosos a dos cuadras del departamento que rentaba en el tercer piso de aquel viejo edificio céntrico al que llamaban “La casa de la quimera” por el enorme vitral en la puerta principal que delineaba a esa figura mítica. Decidió entonces comprar mas cigarrillos para librar las circunstancias y enfrentarse a sus fantasmas taciturnos. La tienda más cercana estaba a dos cuadras, caminó entonces mientras observaba que la luna era ahora el faro de la ciudad.
Desatinadamente intentaba recordar el teléfono de algún conocido. Se encontró de pronto parada frente a una caseta telefónica sin interlocutor. No podía decidir a quien llamar; la universidad era un lugar donde las sombras sin nombre ni apellido caminaban junto a ella e intentaban interactuar, pero que jamás había podido identificar alguna. De su familia ni que hablar, eran los individuos más impersonales que había conocido en sus veintitrés años de vida, casi tan volátiles como las demás personas. Los golpes de frustración que a su madre habían propiciado bastaron para atenuar la introspección del ánimo y la mente de ella; no podía justificar tanta sumisión. La reconstrucción de los hechos de su infancia generaba instantes de odio y perversión contra su padre; aquél que pasó los últimos años de su vida tendido en una cama, víctima de cáncer, en algún país sudamericano con su segunda familia. Su hermano, tres años mayor que ella, era la imagen viva del padre y consecuente heredero del sentimiento de odio. Su mente sólo recordaba un número del que ya no podrían contestar; no sabía en que momento su mitomanía se volvió realidad, cuando “eme” se volvió la víctima. El tiempo no parecía ayudarle mucho y tampoco le importaba. La lluvia había mojado totalmente el cabello que le escurría por la cara.
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