La mirada endemoniada y perdida en el rostro cristalino, casi transparente, de Penélope, se incrustaba, traspasaba, hería y diluía la suave piel; blanca piel de tersa textura pálida y perfecta. Los ojos de Penélope no podían acariciar el rostro inmundo y sucio que le infringía la mezcla primitiva y terrible de su irrepetible amante, que en turno de esa noche se disponía con perversa bestialidad a coger con ella. Ni siquiera la había tocado: no con su tacto de callosas caricias ni con el fétido aliento que le dejaba un sabor nauseabundo en su agitado exhalar. Eran sus ojos, esos ojos encendidos que le habían desnudado completamente antes de soltar prenda, los que atravesaban su piel hasta llegar a sus entrañas, adentrándose en cada poro que destilaba miedo, y no el acostumbrado elixir previo de los amantes embriagados de pasión.
Una habitación sucia de hotel no era refugio, eso lo sabía bien, y esa noche en especial las cortinas percudidas, los resortes maltrechos del colchón, las sábanas inmundas y el olor a cloro del piso, la confinaban a ese espacio, a esa celda caótica por los próximos sesenta minutos. Sabía que tal vez sería menos tiempo, pero eso no le confortaba en absoluto. La paciencia no es la mejor virtud de una puta, se decía, pero qué más puedo hacer en este pinche mundo.
El estupor en la piel y los vellos que se erizaban le provocaban nauseas al sentir el primer roce de aquellas manos ajenas sobre la suavidad, casi celestial, de sus hombros. La sensación en la espina dorsal, rígida, abrupta, de áspero recorrido, era el preámbulo del mal presentimiento y sus ojos no podían más que cristalizarse en la profundidad de su tristeza. Sabía que esto pasaría tan pronto como él, con su ríspido apetito sexual, saciara sus ansias de primigenia emoción. Penélope rara vez añoraba a sus amantes, pero hoy en especial sentía necesario remembrar a alguno menos desagradable para salir del paso.
Tal como lo dedujo, en cuanto ella estuvo desnuda, el intempestivo sujeto se abalanzó sobre su cuerpo frágil y cansado, sin ningún dejo de delicadeza, a lo que ella reaccionó con un gesto amargo y desagradable, que por reacción casi instantánea soltó una lágrima de su ojo izquierdo, que recorrió con su tibieza y salado sabor la mejilla. Su mente no podía fijar la atención en nada, solo pensaba en el odio y la repugnancia que le causaba la sensación de ese cuerpo sucio y sudoroso sobre su piel.. Él súbitamente se desplomó a un lado de la cama, exhausto e inmóvil, sin recuerdos en la mente, sin intención de marcharse y dejarla ensimismada en su miseria. Penélope sabía que todo había terminado, pero ella también había quedado inmóvil, agotada, triste y dispersa en la habitación. Era como si esa noche ella no hubiera estado ahí, como si perdiera un instante de vida y hubiera muerto. Como si ese amante la hubiera matado, llevándose con sigo su aliento, su cuerpo, su sexo, su nombre, sus ojos. En esa lágrima él se lo llevó; se llevó todo lo que fue sin permitir que regresara. Por un instante volteó a verle el rostro que parecía inmutable y paciente; escuchó incluso su respiración lenta y arrítmica que le parecía repulsiva y aterradora. Lo vio, y se prometió recordar ese rostro siempre. Pensaba que sería la última vez que vería la cara del hombre que la mató una noche, mientras empuñaba la afilada lima de uñas hacia el cuello de su amante.
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