La saciedad del almuerzo causó estragos en ella. Después de levantarse de la mesa se dirigió directamente a aquel sillón rojo que había conseguido en una venta en donde la gente se deshace de todo lo que estorba. Su sueño se tornó profundo, tanto que no notó en qué momento se quedó dormida. “Eme” la observaba en silencio; no quería perturbar mínimamente su sueño. En su mano sostenía un vaso de vidrio con vino tinto y sorbía lentamente en porciones pequeñas. Era la escena poco común. La contemplación se volvía actividad única, la expresión más pura, el momento de sublimación. “Eme” creyó escuchar la voz de ella; encontró vacilación y respuesta en el diálogo mudo. Escuchó también las ironías de su ácida crítica y se desprendió de sí. Discutió hasta el cansancio con ella al escuchar el reto. La burla resonó en los oídos hasta convertirse en el ruido absoluto. Ella simplemente decía “No te atreves”, una y otra vez, mientras reía sarcásticamente mostrando sus afilados incisivos. “Eme” no soportaba la situación, se sentía injustamente apabullado y desafiado. Los segundos que marcaba el reloj de pared resonaban hirientemente en su cabeza, queriendo destrozarla con cada tic-tac.
La puerta estaba cerrada. Pensó entonces en desistir al encontrar obstáculo. Bajó la mirada como signo de derrota y observó un brillo plateado en el piso. Era una llave, quizá la llave de aquella puerta. Se encogió de piernas y tomó del piso su acceso a la incertidumbre. Insertó la llave en la cerradura y la giró despacio para evitar generar ruido alguno. La puerta cedió y casi sin darse cuenta estaba con un pie adentro. Entonces respiró ese olor que le recorría todo su ser. Aquel cuerpo flaco y lánguido con piel pálida, con el pelo blanquizco que denotaba la edad, con sus rasgos de expresión en la cara, aquellos que llama arrugas. Con aquel sabor amargo en la boca y la frustración a cuestas. Su mente imaginó el rostro de ella. Definió minuciosamente cada característica de su piel joven, de su inocencia contenida, del reflejo de sus ojos; y comprendió a la perfección que siempre había pertenecido ahí, que nunca debió salir de ese lugar. Observó entonces con mayor detenimiento el lugar. Encontró familiar el entorno y reconoció una parte de este en cada trazo colgante en la pared. Incluso se supo entero y completo. Despidió el aliento en forma de suspiro tan reconfortante como pocas veces había sentido.
La vela se consumía lentamente. Intentaba reconstruir los hechos, y de paso interpretar su sueño vespertino. Mientras dormía profundamente en el sillón rojo, su mente dibujó tantas formas que no podía explicarse; era como si transmutara en cualquier cosa y se transportara a cada lugar en el que hubiera estado o querido estar. Le inmutaba ser un ave en un instante y un reptil en el siguiente. Podía estar en la oscuridad de la profundidad del océano, o en la avidez lumínica de una estrella. Era un sueño distante y trascendental, aquellos que marcan de por vida y que difícilmente se repiten. Fue por momento aire, fue fuego y agua y ceniza expulsada de un volcán. Fue polvo de cometa y tierra erosionada. Sin embargo, jamás pudo ser ella. Quiso ser “eme”, pero su sueño se perturbó por un estruendo.
En el cuarto un caballete encontraba el lugar perfecto, orientado al paso de la luz natural y definiendo el lugar de la musa. Detrás de una cortina se alcanzaba a ver una cama pequeña con ropa sucia encima. El espacio parecía más amplio desde esa perspectiva, y la forma en que enmarcaba el sitio en que ella existía era su propia antología. Él titubeó un poco antes de seguir explorando. Quizá ella estaba escondida vigilando cualquiera de sus movimientos, o tal vez ni siquiera se había percatado de su presencia. Observó una pequeña puerta al final del cuarto que dedujo sería la de un baño. Se acercó despacio, con paso precavido y colocó su mano derecha sobre el picaporte de la puerta de madera.
Cuando despertó su corazón quería salirse de su pecho. Su indescifrable sueño le adormeció también la conciencia. No reaccionó de inmediato y por un momento pensó que el estruendo fue parte del delirio de su descanso. La repentina exaltación se hizo mayor cuando vio a “eme” en el suelo, con la vieja silla de madera a un lado y un hilito de sangre escurriéndole por la boca. Se incorporó de un salto y de inmediato se apresuró a intentar auxiliarlo. Le preguntó sin obtener respuesta que sucedía; le gritó con desesperación e intentó que reaccionara moviendo su cuerpo violentamente. Buscó sin éxito algún signo vital; el pulso y la respiración no eran las de un ser vivo. Su piel se tornó pálida y fría. Sus manos se sentían rígidas y sus ojos mostraban las pupilas dilatadas, perdidas en el ápice de la esquina del cuarto. En su intento porque “eme” reaccionara, golpeó la pata de la mesa con su pierna, provocando que cayera un frasco con veneno para ratas, el mismo que había llevado ella dos días antes; en esos días un nido de roedores bajo los lavaderos de la azotea había plagado todo el edificio. Entendió entonces que “eme” quiso comprobar sus teorías sobre la muerte, y encontró la perfecta dosis entre el vino tinto y el veneno. Ella no desistió en el intento porque “eme” reflejara en sus ojos su imagen. Como pudo arrastró el cuerpo inerte después de limpiar la sangre que salía de su boca. Lo llevó hasta el baño, hacia la regadera, y abrió la llave del agua fría esperando alguna reacción. Ni un espasmo, nada en ese cuerpo mostraba vida. Los quince minutos bajo el chorro de agua corroboraron lo inevitable. “Eme” estaba muerto. No salió lágrima alguna. Con paciencia salió del baño y del cuarto, y caminó sonámbula sin rumbo, como queriendo entender por qué “eme” decidió dejarla.
Él giró despacio el picaporte y abrió lentamente la puerta. Encontró sentada en el tapete del piso del baño a la dueña del rostro que describió perfectamente instantes antes en su mente. Ella volteó con mirada desconcertante y triste, y observó con incertidumbre pero confiada a aquel individuo que profanaba el sepulcro. Él observó indefinidamente su rostro, la mirada penetrante que atravesaba su cuerpo, los labios fulminantes finamente delineados, filosos como puñales, que podrían vencer cualquier voluntad. Ella contemplaba quieta, desmenuzaba la mente de él. Distribuía en el espacio su ternura contenida. Dibujaba formas luminiscentes en la oscuridad. Estiró su brazo dirigiéndolo a él, invitando a la duplicación de sensaciones, las que ella sentía. Su mano fría, toscamente huesuda, se esbozaba perfectamente contra la luz de cera. Sus ojos perdidos entre la sombra y el ser, desentrañaban la imagen desperdigada dentro del baño. Esa imagen familiar y que conscientemente jamás había visto. La mano de él se acercó lentamente desdibujando el bosquejo estático en la mente de ella. Su miedo lo rodeó, con la intempestiva intimidación de no saber quién era en ese momento y en ese lugar, o siquiera sospechar quién extendía la mano o por que lo hacía, y por qué él acercaba su mano. Las yemas se encontraron, los tactos coincidieron, las miradas perdidas y encimadas una de la otra, procurando penetrar. Solo el silencio habló, dejando atrás las historias de sus vidas pasadas, erradicadas en el instante de la sensación de la piel ajena. Las manos fueron otras a la voluntad del resto del cuerpo; encontraron espacio y camino en el otro individuo, encontraron consuelo en la otra piel, y apenas inocuas con la recatez. Los ojos clavados en la mente del otro y la conciencia consumida por el fuego de la vela. La tela quedaba en penuria poco a poco en proporción con la desnudez del alma. Los labios encontraron su diligencia, recorrieron meticulosamente los poros mutuos compartidos; la intención innata del deseo por comprensión, por la comprensión entre los cuerpos.
Él, sin conciencia ya, escudriñaba en la espalda de ella. Aún no recordaba en qué lugar la había visto, ni tenía intención de recordarlo en ese momento. Sus manos y su boca eran seres independientes que exploraban los espacios de aquella mujer. Su mano entonces le pareció ajena; era como si fuera de alguien más, y alguien más delimitara las fronteras de la piel. Era aquella mano que hacía mucho que no había estrechado, la que pidió años atrás ayuda cuando el resto del cuerpo del niño flaco e inconsolable perdía a su madre. La mano que difuminaba y delineaba, que transformaba y creaba, la que desentrañaba con manía cualquier cosa que entraba por sus ojos y encontraba en papel su forma gráfica. Era la mano que dibujaba, y que no fue objeto de atracción para él, la misma que consideraba servía para apaciguar un bonito pasatiempo. La mano, aquella mano que regaló en su cumpleaños número treinta y siete un dibujo con esa misma espalda de mujer entrañable, meses antes que la mano y el resto del cuerpo partieran de casa. Era la mano de Macario, su único hijo, que se asomaba detrás de la cortina del baño sin rastros de vida.
Septiembre de 2006
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