martes, marzo 23, 2010

Eme (tercera parte)

Ella había caminado varios minutos hasta llegar a esa calle estrecha donde el cuarto de azotea era lo más interesante. Al menos a ella le parecía eso. Las paredes de piedra natural desgastada por los años y las inclemencias del tiempo eran la característica de las construcciones del rumbo. Era un barrio viejo donde las historias de la gente que vivía ahí eran muy impalpables. Las personas por lo general, cambiaban constantemente de residencia. “Eme” tenía cuatro años viviendo ahí; sin embargo, nunca había cruzado palabra más que con el casero. Sus vecinos eran poco más que antisociales, e igual que la mayoría de las personas, lo veían extraño. Ella tampoco se relacionaba mucho con la gente, y los vecinos de “eme” no eran la excepción. Nunca le preocupó lo más mínimo la falta de interacción. Siempre decía que en dos meses huirían de ahí y no tenía mucho caso hablar con sombras. Sabía de memoria el camino a la azotea que lo podía recorrer hasta con los ojos cerrados. Abría la puerta de la calle, de la cual no funcionaba la chapa, subía las escaleras dispuestas del lado derecho hasta el cuarto piso y finalmente la escalera de caracol que llevaba a la azotea. Esa noche tuvo poca delicadeza con la puerta metálica que daba a la calle; un sonido estruendoso contra el marco de la puerta fue contrastado con el constante silencio. El ruido la sacó de su hipnosis y corrió escapando de todo lo que no conocía. Entró presurosa con exaltación al cuarto y directo al baño.

Había caminado unos cuantos metros de regreso a su departamento intentando orientarse un poco, pues aún no sabía exactamente dónde estaba. Traía la mirada clavada al piso y el ánimo apagado después de la persecución sin éxito, cuando el sonido de una puerta metálica violentamente cerrada proveniente de la calle a la vuelta de la esquina lo distrajo. Por un segundo titubeó, pero acudió de inmediato a identificar el origen del estruendoso sonido. No tardó mucho en observar la puerta que aún se movía por la fuerza con que fue cerrada. Miró con detenimiento el lugar. Un foco roto en la cornisa de la puerta remataba el umbral de ese viejo edificio. La puerta de metal se movía lentamente y presentaba ya mucho desgaste; la pintura negra que le cubría fue insuficiente para protegerla. En algunos lados tenía óxido, golpes en la lámina, y orificios por doquier. Adentro, la penumbra reinaba. Era difícil ver en ese ambiente, así que entró con tanto cuidado como le fue posible. Guió sus pasos apoyando su mano en la pared y casi grita cuando tropezó con el primer escalón. Subió las escaleras cuidadosamente, prestando atención a cualquier sonido proveniente de los departamentos. El silencio fue sepulcral y la oscuridad absoluta. La falta de luz artificial provocaba que las personas durmieran temprano. Llegó hasta el final de la escalera sin escuchar sonido alguno y pensó por un instante que estaba en el lugar equivocado. Un haz de luz de luna en el piso colándose por algún lado le hizo pensar en alguna abertura. Buscó con la mirada y encontró la rendija de la puerta que llevaba a la azotea del edificio, al final de una escalera de caracol. La puerta no estaba totalmente cerrada y daba acceso a ese lugar con luz. Subió con cuidado y al abrir la puerta se encontró con la inmensidad de aquella luna de septiembre.

Su respiración fue normalizándose poco a poco; sentada en la tapa del retrete intentó recordar como llegó ahí. Presionó el apagador del baño pero el foco no entregó ninguna luz; no había notado la falla eléctrica hasta ese momento. Se levantó y fue directo al cuarto donde después de buscar en varios cajones encontró tres velas a la mitad. La segunda hazaña fue encontrar los cerillos. Encendió una de ellas y la colocó en un candelero de latón empotrado en la pared. Prendió la segunda con el fuego de la primera y atravesó el cuarto hasta la pared contraria donde puso la vela en otro candelero igual. La tercera vela la llevó consigo en la mano hacia el baño. Por un momento se quedó en el umbral de la puerta observando ese cuarto iluminado con la luz de las velas, en un estado hipnótico, solo unos segundos. Entró al baño y cerró la puerta.

La luna acariciaba las calles. Algunas azoteas parecían el terreno perfecto de exploración y descubrimiento; su común factor eran los tinacos de asbesto. Él observaba con detenimiento el vecindario, sentía todo la calma del viento por su cuerpo; le contaba historias que no imaginaba y su estado consciente parecía alterarse a cada sensación percibida. La noche se derramaba sobre sus hombros, dejando de la duda poco. Alrededor de él la maraña de tendederos sin ropa era la constante y un pequeño cuarto de azotea el límite del lugar. De la ventana salía una luz débil nerviosa, que encontraba en su rostro la razón de su existir. Se acercó con cuidado y lentitud, apartando uno a uno los lazos de tendedero con movimiento estudiado, pero sin perder de vista su objetivo.

La vela sobre el piso alumbraba inconsistente las paredes de azulejo blanco amarillento del baño. Algunos mosaicos faltaban y el sarro se acumulaba en gran cantidad en el yeso que quedaba al descubierto. Sentada sobre un pequeño tapete en el suelo contemplaba sin mucha idea la flama que emergía de la cera. Sus ideas eran ahora confusas; la realidad era parámetro de indecisión. Esa tarde mientras comían, “eme” había comentado de lo frágil de la vida, que le parecía una forma inútil de expresión, que la propia sociedad era quien le daba un valor opulento y que sin embargo a nadie le importaba quién se muriera, en qué forma o en qué lugar. La ambición desmedida por vivir de las personas con las que interactuaba, excepto ella claro está, era el inicio de su condena y de su vida insulsa y desperdiciada. Pretenden buscar la absoluta felicidad detrás del volante de un automóvil de modelo reciente, o esperando ser reconocido de entre una multitud por la excelente apariencia de su ropa, que por supuesto debía estar de moda. “Su miedo es la muerte, ese umbral desconocido del que nadie deja testimonio, por eso se aferran a la vida de sobremanera, por eso creen que lo hermoso no puede estar muerto y que lo que pueden sentir sus manos y ver sus ojos es lo único real, y por consiguiente lo único que buscan con el pretexto de la felicidad, y de un absurdo humanismo cargado de irónico egoísmo”. Ella escuchó cada palabra que “eme” pronunció, no era la primera vez que el tema se compartía en la mesa. La gente no sabía percibir lo que “eme” intentaba explicar cuando hablaba de la muerte, y en general de otros tantos temas, pero este en específico y el imaginarse sintiendo su deceso lento en realidad le apasionaba. En ocasiones la frustración que le dejaba esta situación lo llevaba a la depresión o lo violentaba excesivamente. Muchas de sus creaciones quedaron en calidad de desperdicio después de alguna conversación en la que no encontraba algún elemento de perturbación en el otro; incluso lo creía como indiferencia u omisión del interlocutor. Ella lo entendía bien, al menos eso creía “eme”.

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