Una cuadra antes de llegar a la tienda las luces de la ciudad se apagaron. Alguna falla en el suministro de energía eléctrica a causa de la lluvia dejó una parte de la ciudad en penumbras. A los cuarenta y dos años de vida y veintitrés de fumar aún podía recorrer distancias considerables caminando. El día de trabajo no causó tantos estragos físicos y su necesidad de nicotina era el impulso para continuar dejando huellas en la acera mojada. Al llegar a su destino descubrió que el lugar estaba cerrado ya. Pensó que quizá ya era muy tarde. Recordó que unas cinco cuadras más adelante se encontraba un pequeño café el cual frecuentaba hace algunos años, y que gozaba de la fama del café del insomnio por las altas horas de la noche en que aún permanecía abierto. Decidió que era una buena idea acudir por cigarrillos y tal vez un buen café.
“Eme” fue compañero y amigo; se puede decir que su único amigo. Se conocieron en la preparatoria hace siete años. Tomaban clase juntos y en muchas materias coincidían. “Eme” era huérfano de madre e hijo único, con una mente ágil e inquieta y llena de cuestionamientos que intentaba argumentar y llevar a la práctica. Los instantes en que ambos conversaban se volvían horas de debate intenso. La agudeza con que ella proponía la divergencia de conceptos comunes para el grueso de las personas daba pie a que “eme” presentara sus teorías más personales. La gente los veía con extrañeza pero era una situación a la que ya estaban acostumbrados. La universidad los separó en espacio, no así en tiempo. Ella decidió aprender de la antropología social; “eme”, por el contrario, tomó el camino de la pintura. Ambos acudían al otro frecuentemente en cualquier situación y complementaban su círculo hermético. Ella encontraba en “eme” los mundos que paralelamente creaba para ausentarse de la inercia de su vida cotidiana con su madre y su hermano todo el tiempo en casa. “Eme” vivía solo en un cuarto de azotea, en un edificio viejo que servía de estudio para sus momentos creativos.
El viento había despejado el cielo; las estrellas una a una formaban figuras constantes y familiares, incluso para aquel que no conociera las constelaciones. El ambiente gélido permitía el uso de abrigos, suéteres y bufandas. Era una noche como pocas veces se aprecia en la ciudad. El café estaba iluminado por velas; la falta de energía eléctrica había ahuyentado a la mayoría de los parroquianos. El ambiente musical era llenado por aquel saxofonista septuagenario que vio su auge en los años de las grandes orquestas: hoy dedicaba sus notas a la nostalgia de blues. Él ya no reconocía el lugar, a pesar de que no había cambiado mucho. Una de las mesas se encontraba ocupada por una pareja joven inconsciente del tiempo a causa de su amena conversación. En la otra mesa se postraba la figura de un hombre de edad avanzada que se empapaba de melancolía a cada acorde con el dolor de los años, intentando apagarla en cada bocanada de humo. Al fondo del lugar se encontraba Pedro, amo y señor de la barra, y dueño de aquel refugio de almas desde hace quince años. Él identificaba perfectamente a Pedro, pero nunca tuvo inquietud para conversar o conocerlo más a fondo. Se sentó en una mesa y detrás de la barra recibió un saludo con gesto de sorpresa y gusto. Pedro se acercó a la mesa para ofrecer algo advirtiendo de antemano que sólo podría ofrecer un americano pues su máquina de café al igual que su molino eran eléctricos. Él aceptó su ofrecimiento y añadió al pedido una cajetilla de cigarros. El ambiente propiciaba las sensaciones más intrínsecas que en él habitaban. Recordó entonces a su hijo, producto de su primer matrimonio. Hace poco más de un año que no lo veía, y de un encuentro anterior habían pasado más de tres. Tenía algunos años que había partido de casa y en su último encuentro no hablaron de algo trascendente. Ni siquiera recordó hablarle en su cumpleaños; no tenía la certeza de saber a qué dedicaba su vida o en dónde vivía ahora. Sus problemas maritales lo tenían absorto a las situaciones cotidianas de lucha de poderes desde hace cinco años; su segunda esposa era estéril y a pesar de los muchos intentos y visitas a tantos doctores, nunca pudieron concebir otro hijo. Los minutos pasaron lentos mientras la noche se escurría rápido.
Ella se encontraba sentada en el filo de la acera, en posición encogida, sosteniendo sus rodillas con las manos y observando un charco iluminado por la palidez de la luna. Imaginaba las horas próximas sin saber a ciencia cierta que sucedería. Las formas que se dibujaban en el agua se extinguían casi instantáneamente; después de todo la vida es tan frágil como la dependencia a “eme”, o las ondas que desaparecen en el agua. El insomnio se había apoderado de su cuerpo, no así la preocupación del día vivido o de sus fantasmas diurnos. La imagen rota que llegaba espontáneamente a su mente se había convertido en un placer oscuro de los últimos minutos. “Eme” podría decir que era su estado normal; los demás preguntarían por qué estás triste. A esas horas de la noche los pensamientos se convierten en la parte de la realidad correcta. El tiempo hacía mucho que había perdido importancia y ahora se dividía en ausencia y presencia de luz solar. La noche era gélida, pero a ella le parecía fresca y agradable con la penumbra en la que sólo cabía la duda.
Él intentaba persuadirse de sus errores; tal vez fue demasiado benevolente, incluso llegó a odiar su carácter tan suave. La última discusión que tuvo con su ahora ex-esposa lo llevó a decir tantas cosas que fueron clavadas en el pecho. Las causas fueron lo menos impregnado, más por la cotidianeidad y constancia de los hechos que por el odio mutuo. Ayer por la tarde creía terminada la historia cuando firmó el último papel del divorcio, pero su cabeza no dejaba de dar vueltas a través de las tantas circunstancias a las que le llevaba ese año de separación. Sus pensamientos más oscuros y recónditos le golpeaban la conciencia y la nuca e intentaba contenerlos en un saco sin fondo. El saxofón dejó de hablar, lo que indicaba que era momento de cerrar. Eran las tres de la mañana y Pedro había tenido una semana un tanto ajetreada. Él pidió la cuenta que Pedro llevó casi inmediatamente. Liquidó su adeudo y se incorporó para nuevamente reconocer la calle, llevando consigo la carga de frustraciones. Caminó algunas cuadras cuando su atención se dirigió a una mujer inmóvil sentada en la guarnición de la acera. Parecía una alucinación que su mente había formado a causa de las noches en vela. Era una imagen casi divina que alumbraba la penumbra de su alrededor. Quedó quieto a pesar de querer recorrer los cincuenta metros que lo separaban de ella. Sólo pudo reaccionar ante el sutil movimiento de ella al ponerse de pie y tomar camino con sus pies livianos que parecían flotar sobre el suelo. Él siguió esa visión con distancia prudente y un trance profundo, indagando el destino de aquella mujer.
Ella se levantó sin prestar atención al entorno; sentía el aire recorrer su rostro, esa sensación intensa que tanto disfrutaba. Tanto tiempo de vagar resultaba el perfecto pretexto para acudir a ese cuarto de azotea. Tenía una copia de la llave que “eme” le dio sin titubear y que usó en más de una ocasión para reconocer su refugio. Su mente divagó y encontró la luz que entraba por la única ventana del lugar dirigida al poniente; la que entregaba aquellos colores bermejos otoñales que inundaban con especial calor su cuerpo desnudo, esa piel inocente, mientras “eme” la pintaba con ojo clínico y preciso. El tacto de “eme” nunca llegó a la piel de ella; sus caricias las otorgaban en las tantas conversaciones que se frecuentaban. En aquellas donde se despiertan los instintos más básicos o las formas más complicadas. “Eme” procuraba hacerle el amor constantemente. Su pincel emulaba su lengua, y el lienzo la piel de ella. La conocía hasta el último cabello y el último poro sin haber sentido su cuerpo. Ella extasiaba en el hecho y sus ojos perdían visión a cada pincelada; se sentía vulnerable e indefensa. Sus músculos se tensaban en cada carga de acuarela. El silencio se transformaba en común lenguaje en aquellas sesiones vespertinas, la catarsis se percibía en todo su esplendor. Al final, sin decir palabra, se vestía, iba al baño a orinar y salía por la puerta, apartando tendederos de ropa que encontraba por decenas en ese piso de azotea para ir a casa.
Él seguía con precisión los pasos que delimitaban un sendero lleno de incertidumbre. Imaginaba los pensamientos de ella y se preguntaba sí sabría que la perpetuaba en huellas. No podía explicar su acción, no tenía certeza de a dónde lo llevaba esa persona, pero lo impulsaba una fe ciega de descubrir los ojos de la mujer. De pronto sintió la sensación de haber visto en algún lugar esa espalda. Su mente intentaba reconstruir el momento, pero su memoria sufría los estragos de los años e inútilmente pudo ver la imagen del pasado. Perdió segundos valiosos y la concentración cuando ella dobló la esquina. Se apresuró entonces hacia el final de la calle para seguirla con la mirada. Ella ya no estaba. Solo la perdió un momento que fue suficiente para no encontrar su imagen sobre la calle húmeda. No encontró explicación del desvanecimiento de aquella deidad. No reaccionó y quedó inmóvil durante un instante, sin saber que hacer, hasta que una corriente de aire lo devolvió a la realidad haciéndole sentir un profundo escalofrío. Fue entonces cuando dio media vuelta rindiéndose a seguir buscándola.
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