Este es tu regalo...
Silvestre no sabía que sus palabras eran continuamente escuchadas, como cuando su furia despertaba el instinto de supervivencia y terminaba por vencerse en sus sentimientos. Él no comprendía lo que se desprendía de su alma, que más de las veces sentía marchita, pero aquellos impulsos que le recordaban su propia fragilidad, reflejada en los ojos de ella, le bufurcaban en una dualidad imprecisa. No sabía que ella escuchaba sus palabras atentamente, incluso más allá de lo pronunciado. Ella buscaba en él esa nobleza eminente debajo de la máscara que mostraba a los demás y para ella tenía la transparencia más pura e indescriptible que cualquier otro ser no podría descifrar. Sus ojos, constantemente cristalinos, inundaban no con lágrimas, sino con luz incesante toda la simplicidad que emanaba de Silvestre, pero él no podía con su dolor; con la cuesta arriba de su ensimismamiento, que le perturbaba más allá de las noches en vela, de la noche difuminada, del desafío del escenario presente, de la débil luz de la vela. Era infértil su esfuerzo, como queriendo tumbar la luna a pedradas, como queriendo escapar de su impoluta voluntad, y, sin embargo, no aprendió a permanecer en ese lugar.
Silvestre cayó, como todo ser humano cae al abismo de su propia existencia. No metió las manos ni puso resistencia. Cayó de plomo, con la cara gacha y la perversión le hizo presa pronto, con sus demonios rondándole frecuentemente en sus divagaciones nocturnas. Sabiéndose abandonado, abandonado por él mismo, evitó ser más un ser etéreo; aquél que volaba cerca de la ventana de ella en las noches frescas y dejó que sus alas cayeran despacio, deshaciéndose lentamente una a una de sus plumas plateadas, alas de luna, y permitiendo que el sueño se le dispersara entre una realidad de la que no se sentía parte.
Y Silvestre alzó la cabeza y vio los ojos de ella, con la tristeza en el semblante que a él también le parecía tan transparente y sincera. Ahora Silvestre temía, temía por lo que él podía causar en ella, por el dolor que intensamente le dejaba el rostro, pero ya sin sus alas no sabía como volver a volar. Las palabras de Silvestre fueron siempre escuchadas, como fascinante introito de quien convencía y era escuchado. Sus palabras llegan más allá de la distancia y sus alas tal vez crezcan otra vez, al ver los ojos de ella que desprenden la esperanza de que Silvestre vuelva a volar.
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