Si supiera lo que sucede sería
sencillo dejar de suponer. A veces creo que no es suficiente lo que
piense y entonces las palabras dejan de refugiarse en el silencio
aunque, en cierto sentido, escribir no es propiamente hablar o
hacerse escuchar, al menos hasta que lea lo escrito en voz alta.
¿Quién puede ser altavoz de mis letras? Es acaso un capricho
reiterativo el mantener esa charla absurda, sin interlocutor, sin
semántica, sin razón. Casi no encuentro motivos para seguir
haciéndolo y más de las veces es un impulso asincrónico el oficio
de las letras, sin la composición grandilocuente y ávida de
explorar más y más el recuerdo difuso de los sueños que escaparon
al preámbulo del alba. Ser un hombre desganado va más con mi estado
común, con la antología del fracaso, con las horas de sueño
interrumpido y el vilo de la mirada fija en el techo. No encuentro
las historias largas, las largas caminatas imaginativas en la mente,
dibujando entusiastas vidas y muertes, ensuciándome en aquel
acostumbrado intromisionar de personajes que no existen, que no
hablan ni sienten lo que no puedo crear de ellos.
Soberbia labor. El escritor se siente
todopoderoso por creerse amo y señor de sus historias, por hacer
aparecer y desvanecer personajes a los que ni siquiera ha pedido
permiso para aparecer en su disparatada mente tergiversada. Y aún
con lo tentador que puede ser tal cúmulo de poder la imposibilidad
creativa suele mantenerse inmóvil, impasible, indeterminada.
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