Fue como si el espejo tuviera vida al
otro lado, como una puerta que hacía palpable el tiempo anterior, el
tiempo lejano, aquel pasado perdido. Tu lenguaje, aunque ajeno a mis
oídos, fue el que no se disimula, el que no puede evitarse. El
lenguaje corporal era el mismo, los ojos veían con la misma mirada
inocente y, hasta cuando llegó lo que pediste, levantaste el dedo
como pidiendo la palabra. El curioso deja vú que me inquietó, y
hasta me esperanzó, por creerte otra vez viva, tan cercana que podría
haberte tocado para confirmar que eras real, que tus manos eran las
mismas, que tu tacto era el que inusualmente dejaban tus caricias.
Tus ojos, tras los acostumbrados lentes de pasta, parecían también aquellos que
miraban y desdeñaban mis emociones, que dibujaban de tu alma los más
hermosos sentimientos y que cultivaron un amor inconmensurable hasta
tu último viaje.
Pero no fue así, los muertos no
regresan a ocupar la vida que dejaron, la apariencia física, por no
decir toda la gesticulación, el lenguaje corporal y hasta la forma de vestir, aunque con una
similitud tan cercana a ti, no era la tuya. Fue la coincidencia de una
persona físicamente muy parecida a ti que en los minutos en que estuvo sentada
frente a mi mesa dio aliento a mi cansada alma, jugándome aquellas
bromas del destino.
Hubiera podido hablar, decirle a esa
persona tan desconocida y tan familiar la semejanza contigo, de
contarle la historia que tristemente arrebató de tajo lo que en vida
me entregaste y me detuve sólo porque su acompañante, consternado
en el momento, discutía con ella, y con la sensibilidad que conlleva
el instante, me parecería inoportuno intromisionar. Al final sólo
dejo esta breve descripción de la inverosimilitud de un hecho en el que inevitablemente y por su naturaleza, mis emociones salieron a flor de piel.