En cualquier momento pudo haber escrito
la historia de su vida, con toda la frustración que con ello
conlleva, con la inverosimilitud de las vivencias que no describiría,
siempre con el característico afán sarcástico que acompañó su
reincidente sufrir, saliendo entonces con el maquillaje sutil que las
letras le confieren a cada párrafo, a cada letra que el escritor con
toda la conciencia maquiavélica le confiere. Pero era un hombre
cobarde, que no sabría cómo empezar, cómo narrar su inevitable
destino, el que maldecía constantemente usando al mundo como
depositario, sin saber, siquiera, si lo que diría a cada palabra era
la materia constante que movería a las mentes a regresar al camino
de la real humanidad, del ser humano como hombre pensante, como el
sabio que había recibido inherentemente su nombre de su propia
herencia taxonómica. Se reconocía un libre pensador pero también
un idealista, a quien probablemente nadie quería escuchar o leer.
Esa era su principal razón, y por ella callaba más de las veces,
lloraba más de las veces y se lamentaba más de las veces.
Un día esperó hasta el medio día
para abrir los ojos, le resultaban insultante su propia existencia y
sabía que la muerte le merodeaba incisivamente, que las horas de
insomnio no eran más que los restos de su intranquilidad consciente,
del impulso reprimido y la contenida compasión que sentía por sí
mismo. Le parecía inútil mirar su entorno, a veces socialmente
pesimista y otras entusiastas, su propio tiempo, las horas que
hubiera afuera, la vida que habría para él. Incluso el hambre
podría esperar más tiempo, un par de horas, un día entero, a
cambio de mantenerse en la cama, con la mirada ausente a lo que se
pueda encontrar ahí afuera. Con todo el desgano no pudo más que
incorporarse de la cama para iniciar un ritual matutino ya entrada la
tarde; se dio cuenta entonces que su mano izquierda no respondía con
la acostumbrada agilidad, no reaccionaba a los pequeños pero
precisos impulsos eléctricos que mandaba su cerebro, parecía torpe
y nula, parecía que el esfuerzo era inútil, como inútil fue los
días y años siguientes. Su mano era un órgano más, pendido de su
brazo, un órgano atrofiado del que solo había carne, músculos y
huesos desperdiciados, pero no era como un miembro gangrenado, donde
la sangre ya no fluye y no hay más remedio que apartarlo del cuerpo.
Esta mano aún existía, se veía, se palpaba; era una mano sana. Los
doctores lo confirmaron, aunque no explicaban cuál era el motivo de
tales síntomas. Era como si su mano izquierda un día no quisiera
despertar y, simplemente, nunca despertó.
Los estudios posteriores no arrojaron
ningún dato que diera indicios del mal de la mano. Los músculos y
huesos no tenían atrofia. El cerebro mandaba las órdenes precisas
para activar el movimiento pero no había movimiento ni sensibilidad.
Fue sometido a tantos exámenes clínicos y terapias físicas y
mentales que al final dejaron su ánimo desgastado y su voluntad en
el hartazgo más profundo. Sabía que su mal no era común, que
algunas personas sufrían de paraplejias o tetraplejias, pero su
brazo seguía tan ágil como siempre, igual que el resto de su
cuerpo. La tristeza también se manifestó, le había llevado a una
depresión constante que incluso le provocó un intento de suicidio,
intentando cortarse las venas, irónicamente y por la propia lógica,
de su mano izquierda. Todo quedó en un intento gracias a la vecina
que, después del accidente de la mano, se ofreció a cocinar y
llevar la comida todos los días a su casa, a cambio de una cantidad
que él pagaría. Para él, pudo ser inoportuna esa visita, de la que
incluso había calculado el tiempo para que no tuviera
interrupciones. Todos los días llegaba el desayuno a las nueve de la
mañana y la siguiente visita sería hasta las dos de la tarde,
tiempo suficiente para desangrarse completamente sin que nadie
pudiera evitar la fatalidad, pero por una confusión en el menú a
cocinar ese día, si era pollo o carne, la vecina que con confianza
había obtenido copia de la llave regresó al apartamento minutos
después para preguntarle al vecino qué prefería comer,
encontrándose con la horrible escena de una bañera teñida de rojo.
Después de unos días en el hospital y
una pasarela de médicos, psicólogos y psiquiatras que acudían a
visitarlo, por fin lo dieron de alta, para verse nuevamente en aquel
apartamento donde todo había comenzado. Por una extraña razón se
sentía cansado y buscaba el reconfortante sueño de su cama. Por
costumbre despertaba de mañana aún, aunque no a las horas
insostenibles anteriores al alba, pero no era lo común verse
acostado hasta bien entrado el día, como en aquel que solo se
incorporó ya por la tarde, cuando su mano perdió el sentido de su
existencia. La primera noche luego de su regreso del hospital no le
fue difícil conciliar el sueño, tal vez los efectos de los
analgésicos aún hacían estragos, y durmió más allá del alba. No
percibió el momento en el que su vecina llevó con puntualidad
escrupulosa el desayuno, como todos los días, y ella al ver lo
plácido de su sueño no intentó tampoco despertarlo con la
brusquedad que despoja a cualquiera de su estado onírico. Se marchó
después de asegurarse que estaba bien y su descanso era normal. Él
despertó pasadas las doce del medio día, con un descanso profundo
que le dejó su prolongada noche. Al pasar frente a la mesa vio el
desayuno frío y escrito en un cuaderno un recado que decía “Lo
encontré dormido y no quise despertarlo pero le dejo su desayuno.
Buen provecho”. Se sentó entonces en la silla mirando su atrofiada
mano izquierda y el cuaderno donde recibió los buenos deseos de su
atenta vecina. Entonces entendió que aún tenía otra mano, tan
útil, ágil y funcional que le permitiría escribir por fin su
primer libro.
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