De sus manos vio caer la arena entre sus dedos. Jonás se sintió tan impotente entonces como cuando su madre murió. Ahora no era ella quien le abandonaba y lo dejaba con el dolor. No, esta vez era aquella mujer que le había permitido ser un niño otra vez, fuera de los personajes que tenía que interpretar en el teatro. Era aquella que amaba con totalidad y plenitud y que dejaba entrever en sus ojos la maravilla de la vida. Esa que le enseñó la complejidad de la mente y que la resumía tan fantásticamente con la intensidad de un beso. Una mujer que desmintió tantas incongruencias con las que él había fantaseado tontamente, pero haciéndolo con amor y con respeto. Ella, sí, que contuvo tantas veces el llanto cuando no podía más que ver como su amado se desplomaba por dentro. Aquella mujer que delineaba con sus manos la fragilidad del cuerpo del otro y permitía sentirse una con él, sentirse en él, sentirse deseada por él. Ella daba tanto de sí... tanto, que no era posible contenerlo. Jonás ahora lloraba por la inconclusión de tantas cosas que había aún prendidas de sus errores. El escenario no era el mejor refugio para distraer lo que ya no tendría sentido. La ira, el coraje de no haber hecho más... la insatisfacción de las palabras y las vivencias que pudo compartir. Ya no. No había nada más que hacer, nada que decir, nada que pensar. Un ente bifurcado entre la búsqueda de la complementariedad y la frustración de no actuar en el pasado.
Jonás observa impaciente el reloj, la hora de la función estaba casi por comenzar. No es un reloj amable ni confiable. Su tiempo se descubre hostil y perpetuo. No sabe que hacer y, se ha de juzgar así, tampoco sabe que decir. Sus minutos de aire son más que una ausencia imperante que no se disuelve fácilmente. Tanta indefensión ante lo que siente y con el miedo estacionado permanente. El teléfono no suena, pero sabe que lo único que puede hacer le traerá tanto dolor como antes. Teme al dolor, otra vez dolor, otra vez las inesperadas emociones que lo debilitan tanto, pero aún así está decidido a hacerlo. Ya no hay mucho que hacer; no tanto como los días pasados que pudo acariciarla un poco con la mirada. Ahora es demasiado tarde. Ahora que ella se ha ido para siempre...
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