martes, octubre 20, 2009

El escritor

Cuando escribía entre líneas siempre terminaba por decir más de lo que creía. No era siquiera asertivo cuando planeaba ocultar ciertas ideas, pero, bueno, tampoco se consideraba un escritor muy diestro. Los minutos se alargaban de más, especialmente cuando lo escrito no daba pie a mucho más de la banalidad de los días. El veneno de su afilada pluma era tan dulce por esos días. Pareciera que la amargura había dejado por fin de hostigarlo, como cuando el tiempo se suspendía por una ración de ternura en su vida y, sin embargo, le parecía poco productiva su obra. Sentado frente al escritorio era casi imposible descifrar lo que había detrás de su rostro, lleno de arrugas y con bolsas en los ojos. Aparentaba ser un viejo gruñón, pero sus pensamientos más profundos podían emanar incluso un aire desfachatado, impropio para su edad. A él no le importaban ni las arrugas ni los años abandonados en el olvido. Incluso se creía afortunado por olvidar ciertas vicisitudes que le habían provocado en una época dudar del sentido de la vida. Ahora retomaba su historia, escrita en base a la experiencia de aquellas descabelladas historias. Sabía también que la muerte le sentaría bien, en ese momento preciso en que la vida le hablaba con sabiduría. De ello emanaba su ternura, dejando de temer a lo que percibía inevitable. Viejo, sí, pero sintiendo tan intenso el respirar. Sus ojos lentamente se cierran para no abrirse más, mientras el tintero derrama su voraz negrura sobre su última obra...

jueves, octubre 15, 2009

El espejo

Sí. Definitivamente la contemplación era su alienación. La figura de desnuda fémina sobre las sábanas le provocaba la insatisfacción de la nicotina no fumada. Sentado, en la rechinante silla de madera enciende su cigarrillo que entonces desdibujaba los restos del aire viciado de esa habitación con olor a sexo. Hilos humeantes formaban rostros deformes, contrastantes con la desnudez del fondo. Así como ella, él estaba desnudo y su piel le parecía nauseabunda con ese color amarela que la luz tenue le impregnaba, impropia para el momento íntimo de dermotropismo ajeno. La piel de ella era distinta; se difuminaba acertadamente entre la blancura de las sábanas. Casi podía hacerse un bosquejo del delineado cuerpo, respetando cada uno de sus límites y perdiendo la proporcionalidad de sus tres dimensiones. Era un dibujo en plano, hundido entre los océanos de la cama. Era el negativo del trazo pericial de un cadáver retirado del asfalto. Las comisuras de sus labios resaltaban de tal cuadro, aunque estos fueran pálidos y no existiera contraste de color en tal bosquejo. La distancia entre la cama y la silla no era de más de metro y medio: la suficiente para que la bala no errara, pero esta vez no era la intención manchar las sábanas con sangre. Quizá hoy no solamente había fornicado con esa mujer, aunque aún así le seguía pareciendo igualmente desconocida. Desde su lugar privilegiado, mira sus manos y la perfección de los dedos finos y delgados sin anillos. Se imagina tocando esa piel que extrañamente le parece tan suave, pero no sabe cuál es el siguiente paso. Sus manos tiemblan al sentir cierta compasión por ese pequeño cuerpo de cincuenta kilos que muestra tanta pasión como fragilidad. Apaga la colilla de su cigarro en el cenicero y se levanta de la silla. Mira de reojo el espejo y nota la tridimensionalidad del cuerpo en la cama en ese reflejante y plano objeto. Se recuesta a un lado de ella, con su cuerpo aún desnudo... y el alma aún más.

domingo, octubre 04, 2009

El tiempo

Desde hace algunos años dejé de usar reloj y el tiempo ha pasado más rápido. Usar dos dígitos para referirte al número de años en que sucedió algo importante en tu vida me hace prensar que estoy envejeciendo. Los años se fueron incrementando, de un par a cinco, siete y ahora once, doce o trece. Quince años es la mitad de esta vida y una cuarta parte de la esperanza general de la población. ¿Entonces por qué sentirse viejo? Viejo ahora que la inexactitud del tiempo tiene aires hedonistas y, con ello, trae las rápidas consecuencias de perderse de mucho si uno se detiene a pensar en el tiempo. Mejor será dejar que fluya sin prisa y sin detenerse, campechanamente, a mirar como pasa sobre los hombros su incesante recorrido. Al fin y al cabo hoy tengo el ánimo de sentir el viento en mi rostro y la fría lluvia en mi cuerpo, pero, sobre todo, hoy siento la vida ab imo pectore...