... los minutos noctámbulos, de abusos neuronales, de psicofugas en síncope, de instintos de supervivencia frente a una hoja en blanco, frente al reflejo roto, son siempre instantes precisos para que las 'letras en fuga' aparezcan sobre el papel. La fuga emocional de lucidez o locura; el espacio para quien quiera escapar con sus letras...
domingo, agosto 30, 2009
El hombre que espera
El hombre que espera que el tiempo le perdone y le dé la fortuna de estar en paz, es un hombre desdichado. Sentado, perdido en sus pensamientos más oscuros, sin la charla intensa del interlocutor que fascinado escuche sus palabras apasionadas... Esa desolada escena le ha tocado al fin. El hombre que espera ha tomado esa decisión y sus palabras le traicionan al decir que se sabe consciente de las consecuencias que le atañen ese día. Encuentra inútil el sentarse a observar. No sabe qué observar siendo que su curiosidad atrapa esos instantes que a la mayoría le parecen insignificantes. La respuesta a sus interrogantes ya no puede ubicarla al fondo del vaso de vodka, sentado en la barra del viejo bar. La desilusión le ha comido el sentido, pero tampoco le importa mucho el estado constante de sus improperios. La fragilidad de su espíritu le ha hecho esperar y esperar más de la cuenta. Incluso la postergación es su argumento intocable, pero, lamentablemente para él, el más indefendible. El tiempo no le ha dado la razón y aún así espera. Terquedad al fin y al cabo, igual que sus imprecisiones al hablar, al dejar del lado la congruencia, al deshacerse de sus fantasmas sólo escondiéndolos tras la cortina. Sentado, en la guarnición, o en la barra de un bar, o en el café de las almas solitarias, no ha hecho más que esperar por nada ni por nadie. El hombre que espera se siente abandonado a la suerte de quien no sabe esperar...
sábado, agosto 22, 2009
Del autor
¿Cuál es el pretexto perfecto para escribir? ¿Para qué empeñarse en tal labor? ¿Acaso es una real necesidad o sólo es otra de mis necedades? Creo que por algo se me han negado últimamente las ideas, justo cuando tengo a la mano el tiempo, el café, el teclado, el cigarro y la disposición de hacerlo. Algunas líneas... simplemente algunas. No pasa nada interesante por mi cabeza ni nada tan morboso para contar de lo que me pueda arrepentir. Lástima, hubiera sido una buena historia con tanto tiempo disponible... será para otra ocasión.
viernes, agosto 21, 2009
sábado, agosto 08, 2009
Nostalgia
¿Cuántas noches se puede estar así y apartarse a un rincón a lamer mis propias heridas? ¿Por qué me abrazas hoy, maldita nostalgia, y me besas y me haces el amor? ¿Por qué esta noche de sábado te atreves a romper mis huesos y a tensar mis neuralgias haciéndome estremecer en un baile de sombras deformes? ¿Por qué hoy te robas todas las letras de mi nombre implosionándolas y explotándolas y dispersándolas en el firmamento, para al final precipitarlas como lluvia? ¿Por qué te bañas de esas letras mudas y sin sentido y las acoges entre tus senos, ese hueco perfecto, esa constante fuente de calor, esa preciosa perdición, tan confortable y tan perturbante? ¿Por qué, nostalgia, has deshecho la esperanza premonitoria para voltear a verte, otra vez? ¿Por qué te empeñas en seguirme hoy? ¿Por qué dibujas mis sueños en escala de grises y desdibujas mi voluntad? ¿Por que te apareces de pronto, sin aviso y a distancia, y te acercas para devorarme? ¿Por qué me atraes a tu sexo, a tu húmeda pureza, al manantial interminable, y me despiertas el deseo de lo perdido, de lo no vivido, de lo impensable y lo imposible? ¿Por qué, maldita nostalgia? ¿Por qué me recoges del suelo para ponerme el pie nuevamente? ¿Por qué me dejas otra vez en el rincón lamiendo mis heridas?
miércoles, agosto 05, 2009
Sin título...
Las últimas palabras que pronunciaron sus labios resuenan reventándome los tímpanos. Nimiedades de tarde lluviosa con la personificación de mi ser más pusilánime. La vida equitativamente me había arrojado al vacío de las palabras huecas que inundaban la habitación. El sonido del silencio es ensordecedor cuando en la mente quedan los rezagos dispersos de su voz diciendo “vete al diablo”. La lluvia que relame los cristales del auto fue la compañía desolada del regreso a casa, junto con las luces escurridas de los autos en el retrovisor. El tráfico insultante, que no parecía desaparecer ni menguar, hacía más abrupto el paso al límite de la cordura y la inteligencia disuelta por los conductores bajo el agua exasperaba a cualquiera. Al fin estaba en casa, luego de tantas mentadas de madre enviadas vía claxon. Me había mandado al diablo y yo viví el infierno de una ciudad intransigente.
Dos días antes, Ana había tenido un arranque de ira que parecía dejar rezagos los días consecuentes, pero esta vez tenía la sensación de que sus palabras habían tomado un sentido correcto. Me había citado hoy para hablar en pequeño café caracterizado más por la ausencia de clientes que por la calidad de su expreso. Sus manos se movían nerviosamente, como si se quisieran aniquilarse entre ellas, deshaciendo la piel con sus roces, con bruscos movimientos imprecisos y no como los del ebanista que lija la madera con paciencia. Los minutos más o menos pasaban lentos, pero la actitud de Ana era desesperada, como queriendo matar cualquier esperanza. Cuando pregunté por qué solo acertó a decir “vete al diablo”, se levantó de la mesa y salió del café en plena lluvia. “Maldita sea” pensé, “no traigo paraguas”. Esta vez no iba a ir tras ella a buscarla. Sus palabras parecían sentencia definitiva y sonaban amenazadoras, pero, sobretodo, se escucharon convincentes. Ahí sentado, permanecí varios minutos pensando en que tal vez la lluvia amainaría o sabe Dios que cosas pensaba. Fumaba un cigarrillo tras otro imaginando que Ana estaría empapada y a punto de otro ataque de ira. El humo bifurcaba mi lengua con su voraz canal humeante atravesando mi traquea, pero no me importaba fumar hasta que los cigarrillos se terminaran. Los dedos índice y medio estaban tan amarillos que no podía dejar de mirarlos con asco y repulsión, pero también con una fascinación hipnótica, casi con tropismo. El tercer expreso lo había terminado hacía varios minutos y la pequeña taza sólo tenía los asientos del café, que no presagiaban inciertos venideros ni emulaban ningún sortilegio. Por fin la lluvia dio tregua y pedí la cuenta para salir de ese desolado lugar.
El automóvil era igual de desolador, pero más pequeño. Lamentaba mucho que Ana tomara las cosas tan personales mientas que a mí me parecía intrascendente la situación. Ella creía que el pasado representaba toda la personalidad de la persona. Bueno, mejor dicho, que representaba mi personalidad. Hacía años que la conocía y ella sabía que yo había cometido muchos errores. Ella sabía con precisión cuántos y cuáles eran. Supo perdonarlos, de eso estoy seguro, pero yo no me perdoné. Ese fue el problema, cuando realmente ella caminaba yo retrocedía. Lamentablemente nunca supe parar y ahora habíamos llegado al límite del amor, cuando las personas no saben detenerse y ceder. Yo no supe detenerme ni quise hacerlo y ahora era muy tarde ya. Sonreía cuando estaba molesto y me burlaba cuando se encolerizaba. No me preocupa ya. Ella habló hoy con seguridad y con la puntualidad en cada palabra que argumentó. Estaba consciente de lo que decía, como yo cuando dije que la amaba.
Sentado en el sofá de la sala del pequeño departamento recorro con la mirada las paredes llenas de palabras que tienen sentido sólo en la historia compartida con Ana, como espíritus impregnados anclados a cada muro. Veo con paciencia. Siento que se difuminan poco a poco, o quizá es efecto de la luz tan tenue de la pequeña lámpara de mesa que uso para leer. No importa, como tampoco importan sus últimas palabras, ni las horas en el tráfico, ni mi lengua bifurcada, ni la incomprensión de las discusiones, ni los minutos esperando a que deje de llover, ni los ataques de ira o los asuntos no perdonados, ni las paredes de la sala que escribían una historia. Creo que nada de eso importa ya. La vista se me nubla nuevamente, pero la luz que alumbra la habitación no es la pequeña de la lámpara de mesa sino el foco del techo. Tal vez estoy cansado... o tal vez es el frasco entero de pastillas que tomé.
Dos días antes, Ana había tenido un arranque de ira que parecía dejar rezagos los días consecuentes, pero esta vez tenía la sensación de que sus palabras habían tomado un sentido correcto. Me había citado hoy para hablar en pequeño café caracterizado más por la ausencia de clientes que por la calidad de su expreso. Sus manos se movían nerviosamente, como si se quisieran aniquilarse entre ellas, deshaciendo la piel con sus roces, con bruscos movimientos imprecisos y no como los del ebanista que lija la madera con paciencia. Los minutos más o menos pasaban lentos, pero la actitud de Ana era desesperada, como queriendo matar cualquier esperanza. Cuando pregunté por qué solo acertó a decir “vete al diablo”, se levantó de la mesa y salió del café en plena lluvia. “Maldita sea” pensé, “no traigo paraguas”. Esta vez no iba a ir tras ella a buscarla. Sus palabras parecían sentencia definitiva y sonaban amenazadoras, pero, sobretodo, se escucharon convincentes. Ahí sentado, permanecí varios minutos pensando en que tal vez la lluvia amainaría o sabe Dios que cosas pensaba. Fumaba un cigarrillo tras otro imaginando que Ana estaría empapada y a punto de otro ataque de ira. El humo bifurcaba mi lengua con su voraz canal humeante atravesando mi traquea, pero no me importaba fumar hasta que los cigarrillos se terminaran. Los dedos índice y medio estaban tan amarillos que no podía dejar de mirarlos con asco y repulsión, pero también con una fascinación hipnótica, casi con tropismo. El tercer expreso lo había terminado hacía varios minutos y la pequeña taza sólo tenía los asientos del café, que no presagiaban inciertos venideros ni emulaban ningún sortilegio. Por fin la lluvia dio tregua y pedí la cuenta para salir de ese desolado lugar.
El automóvil era igual de desolador, pero más pequeño. Lamentaba mucho que Ana tomara las cosas tan personales mientas que a mí me parecía intrascendente la situación. Ella creía que el pasado representaba toda la personalidad de la persona. Bueno, mejor dicho, que representaba mi personalidad. Hacía años que la conocía y ella sabía que yo había cometido muchos errores. Ella sabía con precisión cuántos y cuáles eran. Supo perdonarlos, de eso estoy seguro, pero yo no me perdoné. Ese fue el problema, cuando realmente ella caminaba yo retrocedía. Lamentablemente nunca supe parar y ahora habíamos llegado al límite del amor, cuando las personas no saben detenerse y ceder. Yo no supe detenerme ni quise hacerlo y ahora era muy tarde ya. Sonreía cuando estaba molesto y me burlaba cuando se encolerizaba. No me preocupa ya. Ella habló hoy con seguridad y con la puntualidad en cada palabra que argumentó. Estaba consciente de lo que decía, como yo cuando dije que la amaba.
Sentado en el sofá de la sala del pequeño departamento recorro con la mirada las paredes llenas de palabras que tienen sentido sólo en la historia compartida con Ana, como espíritus impregnados anclados a cada muro. Veo con paciencia. Siento que se difuminan poco a poco, o quizá es efecto de la luz tan tenue de la pequeña lámpara de mesa que uso para leer. No importa, como tampoco importan sus últimas palabras, ni las horas en el tráfico, ni mi lengua bifurcada, ni la incomprensión de las discusiones, ni los minutos esperando a que deje de llover, ni los ataques de ira o los asuntos no perdonados, ni las paredes de la sala que escribían una historia. Creo que nada de eso importa ya. La vista se me nubla nuevamente, pero la luz que alumbra la habitación no es la pequeña de la lámpara de mesa sino el foco del techo. Tal vez estoy cansado... o tal vez es el frasco entero de pastillas que tomé.
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