Ciertamente los días pasan enrarecidos
teniendo la inconclusión de las horas bajo un respiro gélido. No es
simple, también ciertamente, encontrar que el camino es tan lejano y
solitario, y acostumbrarse a ello, a ese andar en el que se disimula
la tristeza y el abandono, complica más las cosas. Los segundos sin
esperanza que gobiernan de vez en vez la diligencia de la vida y, con
ello, la de la muerte son alfileres clavados en la profundidad del
alma y en la suavidad del espíritu noble. El tema fúnebre parece
llevar consigo la infalible carga de dolor; un dolor recubierto por
el “debe ser” y no por el sentir, con toda la frustración e
inconformidad que da la pérdida y el luto, y su grande poder, al que
tantas veces sucumbe el ente de frente al espejo de la honestidad, de
frente a sus propios fantasmas e infiernos a los que no sabe
enfrentar, al que solo en ciertos casos acierta a escapar inútilmente
de él.
Del resto del tiempo, cuando los sueños
se manifiestan en estados casi imperdibles, llegan las visitas del
plano extraterrenal para darte la palabra que no esperas escuchar y
no tratar de entender que es quizá la vida un sueño violento e
intenso del que solo se despierta muriendo.
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