El tiempo muchas de las veces abofetea fuertemente el ánimo aniquilando cualquier pulsión de vida. Y sí, solo queda la inmersa soledad abrazando inerte el alma, como un manto sin mangas que se enrosca, envuelve y sofoca el cuerpo. ¡Ay, tiempo cruel, que has mostrado en el espejo el reflejo ingrato y funesto de mi cuerpo decaído, de la mirada ausente y divergente entre tantos rostros indefinidos e inconclusos! ¡Maldita muerte que arrebatas y sesgas lo único maravilloso, puro y sublime de un mundo tan insensible e incorrecto, y dejas sobre mí la farsa evidente alrededor, aquella que tanto odié siempre por creerme depositario de sus engaños! Farsa, sí. Engaño impúdico que recorre cada entorno social, insultando a su paso, devastando la verdad y manteniendo paradigmas aberrantes, que con infame hipocresía anida y enraíza en la humanidad la máscara social, la de mostrar al hombre poderoso y acaudalado como principio de valor.
Muerte social, egoísmo intenso, y yo con las lágrimas en las manos tan falto de fe, tan irreparablemente decaído para siquiera regresar la mirada hacia los congéneres que aún no han sido alcanzados por la escabrosa hoz del consumismo desmedido. Aún sé que hay algunos cuantos que comparten la visión altruista, generosa y humanista para regresar el orden social a un estado pleno. A mí, la muerte real me susurró tan cerca que fue inevitable verla, sentirla, respirar su aliento y mirarme tan frágil y susceptible, tanto que ahora ha sido un largo tiempo de espera necesaria para atreverme a recorrer un paso más en este incierto camino. Al menos las letras han retomado la senda y tal vez en algún momento la historia se escriba distinta, cuando el egoísmo deje de matar a la sociedad.
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