sábado, abril 17, 2010

Miedo

Aprendí demasiado pronto a temer. Conocí el miedo por sentirme humano cuando ni siquiera tenía aún consciencia, cuando los ruidos perturbaban mi sueño infantil, destrozándome con angustiante sigilo insomne los demonios nocturnos; cuando me rondaban los pensamientos más oscuros -para aquél primigenio conocimiento- conforme crecía el cuerpo y la vida andaba pronto, representando sus cada vez más insultantes símbolos. La noche se volvió cada vez más intranquila, la noche se convirtió entonces en antítesis del ser convencional y en atrayente latido que dislocaba con alevosa ventaja la idea de sentirme vivo. Lamento haber aprendido a temer tan pronto...

martes, abril 13, 2010

Así nada más

¿Cómo? ¿Así nada más? No sé que decir, así nada más. Así, como si la euforia hubiera borrado de mi mente las palabras; disimulo, sí. Disimulo y deambulo. Deambulo con pasos confusos, difusos. Así, sí, así nada más, y matizo los detalles emocionales, los confusos, que sin embargo me dejan un extraño sabor en la boca. Inconsciencia entre estar y no estar. Ambiguo y disperso, pero por qué entonces sonrío; por qué veo y sonrío. Así nada más, sin más, con esa simplicidad que también sonríe; me sonríe. Así, las palabras se pierden pero no borran la sonrisa.

lunes, abril 05, 2010

Cinco de abril

Este es tu regalo...

Silvestre no sabía que sus palabras eran continuamente escuchadas, como cuando su furia despertaba el instinto de supervivencia y terminaba por vencerse en sus sentimientos. Él no comprendía lo que se desprendía de su alma, que más de las veces sentía marchita, pero aquellos impulsos que le recordaban su propia fragilidad, reflejada en los ojos de ella, le bufurcaban en una dualidad imprecisa. No sabía que ella escuchaba sus palabras atentamente, incluso más allá de lo pronunciado. Ella buscaba en él esa nobleza eminente debajo de la máscara que mostraba a los demás y para ella tenía la transparencia más pura e indescriptible que cualquier otro ser no podría descifrar. Sus ojos, constantemente cristalinos, inundaban no con lágrimas, sino con luz incesante toda la simplicidad que emanaba de Silvestre, pero él no podía con su dolor; con la cuesta arriba de su ensimismamiento, que le perturbaba más allá de las noches en vela, de la noche difuminada, del desafío del escenario presente, de la débil luz de la vela. Era infértil su esfuerzo, como queriendo tumbar la luna a pedradas, como queriendo escapar de su impoluta voluntad, y, sin embargo, no aprendió a permanecer en ese lugar.

Silvestre cayó, como todo ser humano cae al abismo de su propia existencia. No metió las manos ni puso resistencia. Cayó de plomo, con la cara gacha y la perversión le hizo presa pronto, con sus demonios rondándole frecuentemente en sus divagaciones nocturnas. Sabiéndose abandonado, abandonado por él mismo, evitó ser más un ser etéreo; aquél que volaba cerca de la ventana de ella en las noches frescas y dejó que sus alas cayeran despacio, deshaciéndose lentamente una a una de sus plumas plateadas, alas de luna, y permitiendo que el sueño se le dispersara entre una realidad de la que no se sentía parte.

Y Silvestre alzó la cabeza y vio los ojos de ella, con la tristeza en el semblante que a él también le parecía tan transparente y sincera. Ahora Silvestre temía, temía por lo que él podía causar en ella, por el dolor que intensamente le dejaba el rostro, pero ya sin sus alas no sabía como volver a volar. Las palabras de Silvestre fueron siempre escuchadas, como fascinante introito de quien convencía y era escuchado. Sus palabras llegan más allá de la distancia y sus alas tal vez crezcan otra vez, al ver los ojos de ella que desprenden la esperanza de que Silvestre vuelva a volar.