jueves, febrero 18, 2010

El hombre indecible

Inequívoco devenir de fuerzas, de la mano que hiere en el disturbio sin amor fraternal. Indecible su nombre, su identidad anónima, borrada por ser el estorbo de identificarse ante el mundo, de llamarse de alguna forma. Un hombre que muere con toda la humanidad pero tan inconforme que se percibe desierto, inaudible, desprotegido, sólo. Y, sin embargo, se siente indefectible de la faz, de los actos de un teatro social al cual no pertenece y nunca ha pertenecido. Su propiedad privada exime hasta su cuerpo y sus palabras son restos huecos de lo que la inquisitiva hoguera de su propio personaje le quiso decir, que le golpea las sienes a cada recuerdo de sentirse humano. Ha dejado de reprobar el actuar de sus símiles. Ha cargado con la lápida de la responsabilidad, del engranaje insípido que le ha tocado. Ha permitido incluso amar al semejante sin reparo y sin reserva, pero todo aquello ha sido un juego dispar y anacrónico que la misma desesperación ha elucubrado. Se siente inmóvil; acalambrado hasta los huesos y desperdigado cual rompecabezas. La atrofia de sus músculos ha amoratado tanto su piel, que no le ha servido de confort, para él o para otro ser igual de inconforme que guste también de confortarse. La retrospección hacia sus días más honestos lo deja indispuesto para mover su corporeidad hacia otro amable -y más liviano- lugar. Se ha jugado la vida dos veces, con el seductor y suave filo de la navaja de afeitar y experimentando las intempestivas emociones del licuado de neuroestimulantes y whisky. No, ya no lo seduce tan mágicamente la muerte; al menos no la carnal. Ha muerto tantas veces en sueños que ahora trasciende en lo irrelevante de su vida. Ya no añora, tampoco. Ha dejado del lado las ilusiones de conocerse menos hostil, de saberse compartir más allá de la conmiseración, pero también ha caído en la cuenta de quienes bifurcan sus palabras, como lengua de reptil, para evitar causar lástima. El hombre indecible, que ha perpetuado sus palabras cansadas y desgastadas, como suela de zapato, y las ha puesto en el piso para que sean pisadas, en el lugar donde las huellas se borran y no se sobreponen al polvo, a la lluvia o al viento. No hay magia en sus ojos, pero tampoco hay dolor. Es un autómata refiriéndose a él mismo con las lágrimas bañando su rostro desprendido de su cuerpo, del reflejo inocuo del cristal...

El ruido cáustico del despertador saca de su trance nocturno al hombre que lleva un nombre, que se hace llamar, el que tiene identidad social, sólo para alertarle que es hora de alistarse para ir a trabajar.

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