La voz me golpeaba con todas sus palabras, cada una de ellas tan cierta que me parecía insultante seguir viviendo. Las formas que se dibujaban sobre la sábana blanca con gotas de sangre dejaban un sabor ácido amargo que destruía mis papilas gustativas. Semejaba ese sabor a bilis vomitada, a restos de furia implícita y tragada cientos de veces, a animales en estampida resquebrajándose las patas. Las paredes del cuarto enmohecido por la humedad eran los lienzos perfectos para las miles de pesadillas de aquellas noches despierto sin sentido, en las que se puede soñar lejos de lo onírico para recibir a los demonios internos de mi mente; ese fétido olor a azufre que provenía del subsuelo y entraba con aire tibio por la pequeña ventila en lo alto de ese abandonado e inhóspito cuarto. Era el campo de acción de la psicosis; era la jaula del ensimismamiento en que las palabras se estrellaban en el techo, sin importar que tanto gritara, que tanto me exaltara por ser oído: un soliloquio sin intención, sin principio y, tal vez, sin final. Las hojas sobre el escritorio aún no tenían ni siquiera una línea a pesar de haberme propuesto escribir. Ese infringir en contra mía, cual si la hoja fuera un espejo, deleitaba durante horas las formas indivisibles de mi pensamiento. Era una compulsión, un espasmo, un implicar e insistir en lo mismo entre las cuatro paredes. Recordaba y reiteraba en la misma inquietud, pero también alimentaba mi alienación por terminar de una vez por todas con ese asunto.
Los vidrios de las ventanas de las casas golpeaban violentamente por la furia del viento. Las sombras nocturnas de los árboles, acariciadas sutilmente por la luna creciente, se sentían tenebrosas al paso. Las lágrimas de un mundo anclado a la indiferencia y al egoísmo formaban ríos pequeños entre la calle y la guarnición mientras escapaban por las alcantarillas al inframundo. Y, sin embargo, era un sollozo mudo que no se percibía por el oído sino por las almas extrasensoriales que se conmovían al sentir su lamento. Las gotas disimulaban con un ligero pero constante ruido blanco golpeando las láminas de asbesto de ese barrio olvidado por el hombre y del que el mismo hombre era prisionero. Mis pasos eran livianos, a pesar de la mochila que llevaba a cuestas con todos los utensilios necesarios para mi misión. Había llovido por la tarde e iniciada la noche, aún ahora llovía, pero con una intensidad casi tácita, y las calles se pintaban de un color negruzco iluminado solamente por los faros de luz azulada que no bañaban con suficiente candela al suelo asfaltado. La luna de vez en cuando se cubría detrás de alguna tétrica nube fugaz pero enorme que oscurecía aún más el ambiente. El frío era terrible a pesar de que aún era otoño. Parecía que la gente moría en una ciudad insultantemente vacía. Los pasos de mis pesadas botas no hacían eco en esa noche ausente –incluso– de los ladridos de los perros. Todo estaba en paz, excepto, tal vez, mi inquieta mente. Al cabo de varios metros di vuelta en un pequeño callejón poco iluminado con construcciones Art decco que por muchos años se resistieron a caer. La gran mayoría de estos edificios aún estaban habitados, aunque seguramente por familias que invadieron el lugar. Yo comencé a sentir un fuerte dolor en el pecho y un vértigo intempestivo que casi me hace tropezar. Mi mano se sostuvo de la gélida y cuarteada pared de un edificio que alumbraba desde el dintel de la pequeña entrada con un foco incandescente que emitía muy poca luz. Me pregunté si alguna vez habrían cambiado ese foco y como había resistido el paso del tiempo sometido a la intemperie y la caca de mosca de la que estaba cubierto. Todo esto lo pensaba mientras apoyaba la mochila sobre el piso y me recuperaba del mareo. Dos minutos –tal vez tres– bastaron para incorporarme y seguir caminando. Los músculos me pesaban, desde la nuca hasta el pulgar del pié. Mis piernas se acalambraban a cada paso y mis hombros al sentir las correas de la mochila jalar hacia abajo. Mi cabeza punzaba, como si una aguja atravesara por la frente, penetrando por el cráneo, abriéndose paso por la masa amorfa de mi cerebro y saliendo por la nuca. Jamás había tenido esta sensación antes. Era como si una fuerza me impidiera llegar a mi destino. Pero ahora estaba decidido; quería terminar lo que había comenzado.
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