miércoles, septiembre 17, 2008

El sueño del ghetto (segunda y última parte)

Había quinientos metros desde el último edificio del estrecho callejón y el muro que cercaba la ciudad. Era la distancia que pensaba recorrer con mochila al hombro y el cuerpo devastado. El reloj marcaba las once treinta y cinco de la noche, tiempo suficiente para llegar ahí antes de que el nuevo día empezara. Por un instante pensé en desistir de mi tarea. Las piernas no me respondían con fuerza, mis nudillos volvían a sangrar y ese no era el mejor momento de decidir. En mi nefasto encierro sólo elucubraba la forma de salir. Ahora que estaba tan cerca de hacerlo el miedo me cubría con su sutil pero absorbente velo y la muerte me hablaba al oído. Creí inútil todo lo que había hecho para llegar hasta donde estaba. El cadáver putrefacto de la mujer que me amaba bajo mi cama, las gotas de sangre de mis nudillos rotos que bañaron las sábanas mientras golpeaba a esa mujer con furia y rabia, las múltiples lasceraciones de mi cuerpo, sólo para soportar el dolor del camino que me esperaba, las cartas que describían las cosas que haría después de salir del ghetto, todo eso me parecía un trabajo sin provecho. Me resultó repugnante de pronto tanto esfuerzo sin recompensa. Tantas horas de mi vida en un plan que no resultaría. Cierto, nadie había podido salir antes de ese lugar oscuro y sin esperanza, pero yo me había propuesto huir desde hace tres años, cuando conocí a Clara. Ahora ella era una masa de carne bajo la cama. No me importó matarla. No me importa ahora mismo. Sólo me importa llegar al muro y largarme de este funesto lugar. La fuerza me sobreviene. Tal vez mi cuerpo también quiere vivir y no únicamente mi mente estúpida que se mueve por no sé qué energía, tanta como la abyección de mi actuar.

El pavimento hace metros que se acabó. Camino ahora sobre el lodo y charcos que despiden un aroma a muerto fresco. Mi cuerpo se hunde pero yo no lo percibo. Mis fuerzas son otras: las que vienen del escozor que provoca la curiosidad de saber que hay del otro lado del muro. Mi cuerpo está hundido hasta la cintura y me muevo con dificultad. Sostengo las correas de la mochila con ambas manos y de reojo miro el reloj: las once cincuenta y uno y ya solo faltan unos metros para llegar. Cincuenta o sesenta tal vez. Las piernas me tiemblan pero no pienso parar. Cuarenta metros... El sudor me fluye por el rostro y pruebo su sabor exageradamente salado. Mi respiración se agita y tengo que tragar aire por la boca. El sudor entra por los ojos y los irrita pero no me detengo a limpiarlos. Sigo caminando con los ojos cerrados y los abro rápidamente para calcular la distancia que me falta. Quince metros... Puedo ver el muro pero el sudor no deja de salir de mi frente. Me baña la cara y el pecho. Mi ropa está mojada, ya no por lluvia sino por sudor. No siento que me hunda más... Paso junto a un cráneo humano que debe llevar pocos días ahí: aún tiene restos de carne. Su expresión se nota de dolor; al menos lo que todavía se alcanza a ver . Cinco metros... Está el muro frente a mí y casi puedo oler el aroma de la muerte que despide de sus bloques. Es enorme. Se eleva cincuenta metros desde el piso y parece imposible saltar por encima, sobretodo porque no se sabe lo que hay al otro lado. Sin saber cómo, de pronto ya estoy en tierra firme. El pantano quedó atrás y ahora estoy frente al muro. Al parecer lo logré mientras mis recuerdos se van esfumando poco a poco. Pongo la mochila en el piso y la abro. Saco de ahí un enorme marro y un zapapicos. Con éste último comienzo a golpear violentamente esa pared, casi con la misma furia con la que maté a golpes a Clara. La pared cede, lentamente, pero cede. Un pequeño orificio se forma a consecuencia de los golpes aunque aún es muy pequeño para observar lo que hay detrás de aquella muralla. Golpeo, con todas mis fuerzas, intercambiando el marro y el zapapicos. Golpeo y el muro cede. Golpeo con los ojos cerrados evitando los restos de piedra que salen expulsados. Golpeo hasta el cansancio, hasta perder la conciencia y caer desmayado...

Despierto aun mareado, adolorido de los brazos, al menos eso creo. No lo sé con certeza porque no puedo abrir los ojos ni puedo moverme. Hay silencio... Por fin logré salir del ghetto. Se abre una puerta y escucho pasos... La voz de un hombre dice “Es lo mejor...” Escucho la voz de Clara... ¡No puede ser...! ¡Ella está muerta...! “Entiendo doctor, no despertará del coma...” Intento gritar... ya no es posible. Las pupilas dilatadas, el pulso detenido, el frío en el cuerpo, la asfixia agonizante, el beso de Clara, el médico asesinándome...

[Ahora sé que hay detrás del muro...]

jueves, septiembre 11, 2008

El sueño del ghetto (Primera de dos partes)

La voz me golpeaba con todas sus palabras, cada una de ellas tan cierta que me parecía insultante seguir viviendo. Las formas que se dibujaban sobre la sábana blanca con gotas de sangre dejaban un sabor ácido amargo que destruía mis papilas gustativas. Semejaba ese sabor a bilis vomitada, a restos de furia implícita y tragada cientos de veces, a animales en estampida resquebrajándose las patas. Las paredes del cuarto enmohecido por la humedad eran los lienzos perfectos para las miles de pesadillas de aquellas noches despierto sin sentido, en las que se puede soñar lejos de lo onírico para recibir a los demonios internos de mi mente; ese fétido olor a azufre que provenía del subsuelo y entraba con aire tibio por la pequeña ventila en lo alto de ese abandonado e inhóspito cuarto. Era el campo de acción de la psicosis; era la jaula del ensimismamiento en que las palabras se estrellaban en el techo, sin importar que tanto gritara, que tanto me exaltara por ser oído: un soliloquio sin intención, sin principio y, tal vez, sin final. Las hojas sobre el escritorio aún no tenían ni siquiera una línea a pesar de haberme propuesto escribir. Ese infringir en contra mía, cual si la hoja fuera un espejo, deleitaba durante horas las formas indivisibles de mi pensamiento. Era una compulsión, un espasmo, un implicar e insistir en lo mismo entre las cuatro paredes. Recordaba y reiteraba en la misma inquietud, pero también alimentaba mi alienación por terminar de una vez por todas con ese asunto.

Los vidrios de las ventanas de las casas golpeaban violentamente por la furia del viento. Las sombras nocturnas de los árboles, acariciadas sutilmente por la luna creciente, se sentían tenebrosas al paso. Las lágrimas de un mundo anclado a la indiferencia y al egoísmo formaban ríos pequeños entre la calle y la guarnición mientras escapaban por las alcantarillas al inframundo. Y, sin embargo, era un sollozo mudo que no se percibía por el oído sino por las almas extrasensoriales que se conmovían al sentir su lamento. Las gotas disimulaban con un ligero pero constante ruido blanco golpeando las láminas de asbesto de ese barrio olvidado por el hombre y del que el mismo hombre era prisionero. Mis pasos eran livianos, a pesar de la mochila que llevaba a cuestas con todos los utensilios necesarios para mi misión. Había llovido por la tarde e iniciada la noche, aún ahora llovía, pero con una intensidad casi tácita, y las calles se pintaban de un color negruzco iluminado solamente por los faros de luz azulada que no bañaban con suficiente candela al suelo asfaltado. La luna de vez en cuando se cubría detrás de alguna tétrica nube fugaz pero enorme que oscurecía aún más el ambiente. El frío era terrible a pesar de que aún era otoño. Parecía que la gente moría en una ciudad insultantemente vacía. Los pasos de mis pesadas botas no hacían eco en esa noche ausente –incluso– de los ladridos de los perros. Todo estaba en paz, excepto, tal vez, mi inquieta mente. Al cabo de varios metros di vuelta en un pequeño callejón poco iluminado con construcciones
Art decco que por muchos años se resistieron a caer. La gran mayoría de estos edificios aún estaban habitados, aunque seguramente por familias que invadieron el lugar. Yo comencé a sentir un fuerte dolor en el pecho y un vértigo intempestivo que casi me hace tropezar. Mi mano se sostuvo de la gélida y cuarteada pared de un edificio que alumbraba desde el dintel de la pequeña entrada con un foco incandescente que emitía muy poca luz. Me pregunté si alguna vez habrían cambiado ese foco y como había resistido el paso del tiempo sometido a la intemperie y la caca de mosca de la que estaba cubierto. Todo esto lo pensaba mientras apoyaba la mochila sobre el piso y me recuperaba del mareo. Dos minutos –tal vez tres– bastaron para incorporarme y seguir caminando. Los músculos me pesaban, desde la nuca hasta el pulgar del pié. Mis piernas se acalambraban a cada paso y mis hombros al sentir las correas de la mochila jalar hacia abajo. Mi cabeza punzaba, como si una aguja atravesara por la frente, penetrando por el cráneo, abriéndose paso por la masa amorfa de mi cerebro y saliendo por la nuca. Jamás había tenido esta sensación antes. Era como si una fuerza me impidiera llegar a mi destino. Pero ahora estaba decidido; quería terminar lo que había comenzado.

miércoles, septiembre 10, 2008

Todo tiene un inicio

Alguien dijo que algunas personas debían tener una pluma (¿teclado?) en sus manos para escribir. Supongo esto es cierto, pero además se requiere de un espacio para dejar lo escrito. Mi pretensión no es otra más que la de usar un espacio para depositar parte de aquellas historias, antipoesía, retratos irreales de la realidad, divagaciones filosóficas sin sentido o espasmódicos temas de largas charlas de café...

¿A alguien le gusta la idea?

Bienvenido sea entonces si alguien, además de resistir la lectura de mis interpretaciones, está dispuesto a publicarse, a leerse y a saberse intromisionado en este blog para dejar las letras en fuga. La serendipia del lugar, de la complicidad, del lado íntimo que lleva a escribir...