martes, julio 03, 2012

Atrofia


En cualquier momento pudo haber escrito la historia de su vida, con toda la frustración que con ello conlleva, con la inverosimilitud de las vivencias que no describiría, siempre con el característico afán sarcástico que acompañó su reincidente sufrir, saliendo entonces con el maquillaje sutil que las letras le confieren a cada párrafo, a cada letra que el escritor con toda la conciencia maquiavélica le confiere. Pero era un hombre cobarde, que no sabría cómo empezar, cómo narrar su inevitable destino, el que maldecía constantemente usando al mundo como depositario, sin saber, siquiera, si lo que diría a cada palabra era la materia constante que movería a las mentes a regresar al camino de la real humanidad, del ser humano como hombre pensante, como el sabio que había recibido inherentemente su nombre de su propia herencia taxonómica. Se reconocía un libre pensador pero también un idealista, a quien probablemente nadie quería escuchar o leer. Esa era su principal razón, y por ella callaba más de las veces, lloraba más de las veces y se lamentaba más de las veces.

Un día esperó hasta el medio día para abrir los ojos, le resultaban insultante su propia existencia y sabía que la muerte le merodeaba incisivamente, que las horas de insomnio no eran más que los restos de su intranquilidad consciente, del impulso reprimido y la contenida compasión que sentía por sí mismo. Le parecía inútil mirar su entorno, a veces socialmente pesimista y otras entusiastas, su propio tiempo, las horas que hubiera afuera, la vida que habría para él. Incluso el hambre podría esperar más tiempo, un par de horas, un día entero, a cambio de mantenerse en la cama, con la mirada ausente a lo que se pueda encontrar ahí afuera. Con todo el desgano no pudo más que incorporarse de la cama para iniciar un ritual matutino ya entrada la tarde; se dio cuenta entonces que su mano izquierda no respondía con la acostumbrada agilidad, no reaccionaba a los pequeños pero precisos impulsos eléctricos que mandaba su cerebro, parecía torpe y nula, parecía que el esfuerzo era inútil, como inútil fue los días y años siguientes. Su mano era un órgano más, pendido de su brazo, un órgano atrofiado del que solo había carne, músculos y huesos desperdiciados, pero no era como un miembro gangrenado, donde la sangre ya no fluye y no hay más remedio que apartarlo del cuerpo. Esta mano aún existía, se veía, se palpaba; era una mano sana. Los doctores lo confirmaron, aunque no explicaban cuál era el motivo de tales síntomas. Era como si su mano izquierda un día no quisiera despertar y, simplemente, nunca despertó.

Los estudios posteriores no arrojaron ningún dato que diera indicios del mal de la mano. Los músculos y huesos no tenían atrofia. El cerebro mandaba las órdenes precisas para activar el movimiento pero no había movimiento ni sensibilidad. Fue sometido a tantos exámenes clínicos y terapias físicas y mentales que al final dejaron su ánimo desgastado y su voluntad en el hartazgo más profundo. Sabía que su mal no era común, que algunas personas sufrían de paraplejias o tetraplejias, pero su brazo seguía tan ágil como siempre, igual que el resto de su cuerpo. La tristeza también se manifestó, le había llevado a una depresión constante que incluso le provocó un intento de suicidio, intentando cortarse las venas, irónicamente y por la propia lógica, de su mano izquierda. Todo quedó en un intento gracias a la vecina que, después del accidente de la mano, se ofreció a cocinar y llevar la comida todos los días a su casa, a cambio de una cantidad que él pagaría. Para él, pudo ser inoportuna esa visita, de la que incluso había calculado el tiempo para que no tuviera interrupciones. Todos los días llegaba el desayuno a las nueve de la mañana y la siguiente visita sería hasta las dos de la tarde, tiempo suficiente para desangrarse completamente sin que nadie pudiera evitar la fatalidad, pero por una confusión en el menú a cocinar ese día, si era pollo o carne, la vecina que con confianza había obtenido copia de la llave regresó al apartamento minutos después para preguntarle al vecino qué prefería comer, encontrándose con la horrible escena de una bañera teñida de rojo.

Después de unos días en el hospital y una pasarela de médicos, psicólogos y psiquiatras que acudían a visitarlo, por fin lo dieron de alta, para verse nuevamente en aquel apartamento donde todo había comenzado. Por una extraña razón se sentía cansado y buscaba el reconfortante sueño de su cama. Por costumbre despertaba de mañana aún, aunque no a las horas insostenibles anteriores al alba, pero no era lo común verse acostado hasta bien entrado el día, como en aquel que solo se incorporó ya por la tarde, cuando su mano perdió el sentido de su existencia. La primera noche luego de su regreso del hospital no le fue difícil conciliar el sueño, tal vez los efectos de los analgésicos aún hacían estragos, y durmió más allá del alba. No percibió el momento en el que su vecina llevó con puntualidad escrupulosa el desayuno, como todos los días, y ella al ver lo plácido de su sueño no intentó tampoco despertarlo con la brusquedad que despoja a cualquiera de su estado onírico. Se marchó después de asegurarse que estaba bien y su descanso era normal. Él despertó pasadas las doce del medio día, con un descanso profundo que le dejó su prolongada noche. Al pasar frente a la mesa vio el desayuno frío y escrito en un cuaderno un recado que decía “Lo encontré dormido y no quise despertarlo pero le dejo su desayuno. Buen provecho”. Se sentó entonces en la silla mirando su atrofiada mano izquierda y el cuaderno donde recibió los buenos deseos de su atenta vecina. Entonces entendió que aún tenía otra mano, tan útil, ágil y funcional que le permitiría escribir por fin su primer libro.