sábado, abril 18, 2009

Introspección

Los músculos ya no se sienten entumidos ni atrofiados, no hay ahora un cuerpo sedado. El aire tan puro del respirador no es más una molestia carcomiéndole los pulmones. Los vidriosos ojos no están más enrojecidos ni llenos de lágrimas, ni sus uñas están amarillentas. Su piel, tan tersa durante su juventud, no se siente arrugada, tal como hace tantos años. Un espejo no desmentiría su apariencia y, sin embargo, sin tener uno a la mano, se sabe hermosa. Las pupilas no se dilatan y sus refinados y rojizos labios se entreabren dejando entra una brisa suave y tibia, un aire tan puro, mejor que el incipiente oxígeno del hospital. Jamás se había sentido tan plena, tan suya, tan individual. Sus manos ahora son suaves, tanto o más como las caricias que cariñosamente otorgo. Es otro tiempo que no parece transcurrir; otro espacio que no parece ocupar. Sus pasos livianos parecen recorrer leguas en un instante en el que no pretendió caminar. Ella misma no podría asegurar que lo ha hecho.


Varios días de encierro -tal vez meses- en que ni una sensación percibió. Las grandes ventanas de una habitación blanca, generalmente cerradas por unas persianas que no dejaban pasar un hilo de sol, recordaban que su celda no era de estancia voluntaria. La muerte es un precio caro por querer escapar; o tal vez no. No lo sabía con certeza pero tampoco tenía muchas fuerzas para intentarlo. Indiferencia, tal vez. Tal vez también pesadez de recorrer los trescientos cincuenta y dos pasos que había que recorrer entre los largos pabellones del hospital, con un tanque de oxígeno y el equipo intravenoso con suero y medicamentos que debía arrastrar. Todo eso para poder ver la luz del día de nuevo, para sentir el aire frío de diciembre sonrojarle la pálida piel de sus mejillas. ¿Era tanto acaso su añoranza? Era quizá su necedad por sentirse libre un instante más. Probablemente encontraría alguna enfermera o algún médico en el camino. Encontraría seguramente al malencarado guardia de la entrada antes de lograr su cometido. Era un sueño recurrente entre las blancas sábanas de la cama de hospital. Sus sueños se prolongaban aún más a causa de los sedantes que le administraban para apaciguar el dolor que le provocaban sus inútiles órganos internos, y consecuentemente se volvían parte de la realidad que vivía día con día. Las visitas eran pocas. Un par de amigos de hace años que llegaban con la cara consternada y la sonrisa fingida, dando algunas palabras de aliento, que servían más para enfatizar que nunca saldría de ahí. Hubiera agradecido más que le contaran alguna vivencia común, algo que en verdad la animara y hasta hiciera reír. Despacio llegaban y despacio se iban, como no queriendo perturbar más.


Que absurdo es estar en una cama de hospital, inmóvil, distante, aparte. Dormida la mayor parte del tiempo. Atada por tubos que no dejan recordar la motricidad del cuerpo. Respirando oxígeno gasificado y alimentada solo por líquidos. Está todo en silencio. A su lado las otras dos camas están vacías, uno de los pacientes salió casi caminando. Un hombre mucho más viejo que ella, víctima de infarto. En la otra cama, una mujer joven, de unos 23 años, que llegó el sábado por la madrugada, después de regresar de una fiesta con sus amigos, a los cuales los embistió un camión. Ella llegó con la cara desfigurada y sus vísceras de fuera. Aunque había pasado a terapia intensiva, justo en la cama del lado izquierdo, murió dos días después. Ya es martes y siente la cara más acartonada. Sus pulmones se hacen más pequeños y piensa que ahora ya no es posible volver a caminar.


Es miércoles, miércoles de ceniza, y hoy el dolor es insoportable. Le conforta el saberse casi inmune al dolor. Ha sido tanto el tiempo que ha estado en su celda blanca que ya no le parece ingrata la sensación. Solo por hoy ha decidido sonreír. La enfermera en turno nota su sonrisa que parece radiante a pesar del respirador en su boca. Le sonríe y le pregunta si está bien que abra la persiana y la ventana para que entre un poco de aire. Ella asiente con la cabeza. El aire frío le parece reconfortante, casi como una caricia divina. Tarda un poco en acostumbrarse a la luz del sol pero el dolor disminuye poco a poco. Cierra los ojos y entonces piensa que todos han muerto. La enfermera, el par de amigos, la chica de 23 y el resistente viejo. También su madre y su padre, sentados en la sala de espera, los médicos y las demás enfermeras. Ya no hay dolor, solo las sensación plena de haber matado a todos...

domingo, abril 05, 2009

El ojo

Cómo envidio al hombre con un ojo portátil en el bolsillo. Ese hombre que va sentado en un duro asiento verde del vagón de metro, encimando su mirada perversa de bisturí sobre la pequeña libretita, tan diminuta e insignificante siquiera. Tan suya, con sus apenas diez por siete centímetros, con su porosidad justa... Justa, sí, para desmembrarse y seccionarse perfectamente, y desdoblarse en una, dos... cientos de partes y ninguna igual. Inserciones, disecciones y pulsaciones sobre la hoja a capricho de la punta del bolígrafo punto fino, que traza la imagen, caprichosa al principio, cautelosa a la incitación, a la provocación desgarrada de la forma, de la gestación discriminada del boceto.


Segundos fáciles para su trazo. Sentado él, pervirtiendo alevosamente la hoja. Deseándole un buen fin... Fin al fin. Su finidad es mi alienación, con la mirada clavada en su versión real pero libre de la mitad del rostro que también se secciona y puntualiza a cada rasgo del lado derecho del rostro perturbadamente ancianizado. La piel escuálida, rehusando a los años y vencida a la mala por los distantes días de la juventud. Andrógina imagen -hasta ahora- perdida en la mirada distraída de la primera hoja, donde se permite alguna línea errada, igual que las arrugas en la piel que se dibujan caprichosas sobre cualquier cara. Un ojo no es una mirada y, sin embargo, él tiene uno en el bolsillo, cautivo a la merced de su bolígrafo. Como envidio su ojo, mezquino e insultante... distraído, en sus pensamientos dispares, en sus imprecisiones inconscientes e inconsistentes. Viajan a su mano. Toma el bolígrafo, individuos ambos al fin. Cuasi especial en su incipiente labor. Fractales micrométricas que deja la tinta y el ojo se extrae de la hoja, partida, delimitada, fronterizada, dislocada. ¿Cómo evitar alienación? ¿Cómo evitar tal espectáculo? Infiltraciones gráficas en la mente y ese ojo clavado en el mío, de la estúpida invención de mi parte inconsciente a la ilógica precisión de la mitad del rostro dibujado. Es la parte de ese rostro dibujado en partes que como yo he diseccionado tantas veces en mi mente.


Sin saber cómo, ahí aparece ese rostro familiar, particularmente demacrado, no por los años sino por las penas ajenas de aquellos días en que vi el ojo brillar. Es como saber que la coincidencia perdida te encuentra improvisadamente en un vagón del metro. Es tu parte de rostro y tu ojo. A dos estaciones de que tenga que bajar, él, con la diminuta libretita y el bolígrafo punto fino, se prepara para salir del vagón con prisa. Guarda la libretita en el bolsillo de su pantalón y la pluma la cuelga de la bolsa de la camisa. Levantado ya, asido del tubo, esperando a que las puertas se abran. Exasperado y distraído de mi mirada cautiva que durante varias estaciones se clavó en la libretita, ahora voy siguiéndolo con la mirada. Un rostro perfecto -la parte dibujada- como se dibujaba el tuyo en mi mente. Con su ojo -tu ojo- portátil. Sale, se cierran las puertas y el metro avanza. Cómo envidio al hombre que se lleva tu ojo en el bolsillo...